el ángulo oscuro
El diablo de las armas
Impresiona sobremanera que sean comadres parlanchinas y libertinos ociosos quienes nos conduzcan a esta situación
Políticas fracasadas
Pacifismo y belicismo

Decía Cicerón que nadie es más opuesto a la guerra que un militar victorioso; y nadie tan proclive como la comadre parlanchina y el libertino ocioso. Así se explica, por ejemplo, que el general Eisenhower, victorioso frente a las tropas del Tercer Reich en ... diversas campañas, fuese un presidente de los Estados Unidos mucho menos belicoso que sus antecesores Wilson, Roosevelt y Truman. Así se explica también el furor belicista de la patulea que rige los tristes destinos del pudridero europeo, donde las comadres parlanchinas y los libertinos ociosos manejan el cotarro.
Eisenhower, cuando tuvo que abandonar la Casa Blanca, puesto ya el pie en el estribo, pronunció un discurso de despedida alertando sobre los peligros del «complejo militar-industrial»; es decir, de la colusión de intereses industriales y militares, fruto de la adquisición de influencias no controladas, que podrían conducir a abusos de poder (Eisenhower llegó a hablar de un «poder usurpado»). Prueba evidente de este «poder usurpado» nos la ofrece ahora el maniquí de la Moncloa, que se dispone a engordar salvajemente el gasto en armamento sin aprobación parlamentaria; un «poder usurpado» que, por supuesto, cobrará en libras de nuestra propia carne, mediante exacciones fiscales y recorte de gastos sociales (el maniquí de Moncloa ha asegurado solemnemente –risum teneatis– que tales recortes no se van a producir, pero luego 'cambiará de opinión' y santas pascuas).
Impresiona sobremanera que sean comadres parlanchinas y libertinos ociosos quienes nos conduzcan a esta situación. Hasta hace cuatro días, eran todos unos pacifistas tremendos que abogaban incluso –como hacía nuestro maniquí de la Moncloa– por cepillarse el Ministerio de Defensa; pero ya se sabe que siempre los pacifistas esconden en sus entretelas un belicista desorejado. Al hombre pacífico le basta con que no haya guerras o con que éstas no le toquen de cerca para vivir tranquilo; el pacifista, por el contrario, considera que la paz debe imponerse por las armas, si es necesario. Para justificar su belicismo frenético, estos pacifistas tan tremendos invocan como excusa el 'neoimperialismo' ruso, que al parecer pretende el condado de Treviño. Lo cierto es que los presupuestos militares de las colonias del pudridero europeo ya cuadriplican el presupuesto militar ruso; pero paradójicamente, la juventud del pudridero europeo no está dispuesta a pegar un tiro ni por recomendación de Taylor Swift. ¿Qué hacemos entonces?
Enseñaba Pemán a los lectores de ABC que el belicismo es «la etapa última de aquella tremenda verdad de Donoso sobre la correlación de los dos termómetros: baja el termómetro religioso y sube el de la coacción política… Todo se 'teologiza' y se apoya en un respaldo religioso o todo se 'militariza' y se apoya en la coacción temporal». Con la creciente invasión del laicismo, una ola de 'militarización' invade todas las zonas de la realidad que antes, cuando el termómetro religioso se hallaba al alza, «se sostenían con ritos y unciones». De este modo, el Estado –prosigue Pemán–, «falto de armas espirituales, porque él mismo renunció a sus divinos prestigios, no le queda más recurso que la 'militarización'. A falta de hisopos y exorcismos, ha tenido que ir aumentando ansiosamente su reparto de porras y pistolas». Sólo que, como el pacifismo ha desgraciado a la juventud, dirigiéndola hacia vocaciones menos sacrificadas que la milicia, como las de comadre parlanchina o libertino ocioso, la coacción temporal de los Estados ya no puede formar ejércitos permanentes a los que repartir porras y pistolas; así que la nueva forma de convertir a sus súbditos en 'esclavos de uniforme' ya no consiste en enseñarles a empuñarlas, sino en obligarlos a pagarlas, para que sirvan de 'disuasión' al enemigo.
Pero comprar armas, aunque sea con intenciones disuasorias, acaba incitando a utilizarlas; porque las armas siempre las carga el diablo. El misterio que se oculta detrás de la compra de armas se lo explicaba maravillosamente a los lectores de ABC Julio Camba: «En el negocio de los armamentos, y contra todas las leyes de la oferta y la demanda, cuanto más saturado se encuentra el mercado internacional, mayor es también su capacidad de absorción. Si nadie estuviese armado, nadie necesitaría adquirir armas para su defensa; pero en cuanto un país se arma un poco, los países enemigos se consideran en el caso de armarse un poco más, lo que obliga al primero a armarse hasta los dientes y fuerza a los segundos a hacerlo hasta las encías. Así, a medida que los países se van armando, crecen los dividendos de los fabricantes de armas, que ante la más pequeña señal de alarma (como ocurre ahora) pasan del veinte o treinta por ciento al doscientos o trescientos. Y –prosigue Camba–, ¿qué significa el doscientos o el trescientos de una alarma en relación al mil, al dos mil o al tres mil de una guerra de verdad?».
«Si andan ustedes buscando a los culpables de las guerras modernas y no quieren quedarse por debajo del último inspector de Scotland Yard –concluía Camba–, escuchen mi consejo y síganles la pista a los fabricantes de armas». Le faltó añadir que los fabricantes de armas, como antes los fabricantes de vacunas, van a pachas con las comadres parlanchinas y los libertinos ociosos que rigen insensatamente los tristes destinos del pudridero europeo; y que las libras de carne que arrancan a los pueblos se las reparten entre ellos, echándolas a suertes, como los soldados se repartieron las vestiduras de Cristo.
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