El imperio que nunca se marchó de América
La falacia de la descolonización
Las etiquetas y debates que plantean los movimientos anticolonialistas en la actualidad sirven de muy poco desde el punto histórico para enjuiciar los cinco siglos de fusión de culturas que llevó a cabo la Monarquía española
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Cuando los primeros españoles llegaron a América, incapaces de entender las lenguas indígenas, llamaron a las cosas con nombres y conceptos familiares para su forma de entender el mundo. Denominaron a los templos locales mezquitas, a los ídolos locales ermitas y a las poblaciones desordenadas, ... villas. Era su manera de convertir en cercano lo que era lejano, pero también un copioso foco de malentendidos… Y eso es precisamente lo que pasa hoy con los movimientos revisionistas y anticolonialistas que han llegado con términos y debates diseñados para definir realidades propias del mundo anglosajón y francófono, cuna de estas corrientes, sin comprender lo inútiles que son para desentrañar la complejidad de la Conquista de América.
Dice el flamante ministro de Cultura, Ernest Urtasun, gran entusiasta de este revisionismo global, que España debería seguir en América el ejemplo de Bélgica, que está trabajando para redimir sus crímenes coloniales en el Congo a principios del siglo XX. Pero ni Bélgica estuvo cuatrocientos años en el Congo construyendo un mundo nuevo ni el colonialismo decimonónico es similar al proceso tardomedieval iniciado en época de los Reyes Católicos. Habla de descolonizar museos españoles sin aclarar cuáles son tan «terroríficos» y «racistas» como el que había hasta fechas recientes en Bélgica, ni tampoco explica si el abundante arte mestizo debe considerarse fruto atroz del colonialismo o algo innato a lo que hoy conocemos como Hispanoamérica.
«En sentido estricto no existen museos coloniales en España. El único que podría acercarse a algo parecido es el Museo de América, creado en 1941, casi siglo y medio después de la desaparición del supuesto imperio colonial español. Y no se puede decir razonablemente que sea un museo fruto de la rapiña colonial, las piezas que se guardan en él llegaron por muy diversos caminos y en general mucho después de la disgregación imperial hispánica. Tampoco se puede decir que fuese creado con una visión colonialista sino como expresión de la voluntad de exaltación de la existencia de una comunidad cultural panhispánica«, señala Tomás Pérez Vejo, un historiador español con algo más que un pie en México, que siempre aboga por que las grandes creaciones de arte virreinal dejen los museos etnográficos y viajen por derecho propio al Museo del Prado y a otras colecciones de la antigua Monarquía católica. «Es algo así como si las pinturas de Murillo estuviesen en un museo de Andalucía».
Las etiquetas que derivan del colonialismo decimonónico tienden a dibujar el mundo en negro o en blanco, sin los grises que caracterizaron al Imperio español. «¿Qué pasa con el arte europeo hecho, como ocurría en Quito con el arte religioso, por indígenas? ¿Lo europeo tiene que ser blanco? Los pueblos se transforman, se dividen, crean nuevas identidades», afirmaba Jorge Cañizares Esguerra, catedrático de la Universidad de Texas, a raíz de una polémica similar en otoño de 2022, cuando se anunció la creación de un grupo de trabajo para la «descolonización» de las colecciones de los Museos Nacionales que no pasó de la casilla de salida. Mucho ruido y poca historia.
Comparaciones odiosas
El choque de civilizaciones que se produjo en 1492 no fue una mala pesadilla en América, sino el despertar tras un parto, tan doloroso como todos, del que brotó un largo legado que hoy da forma a dieciocho países y a una lengua global que hablan más de 595 millones de personas. El resultado inmediato fue la creación de cientos de ciudades, hospitales que aún siguen en pie, 29 universidades, 41 catedrales (varias de ellas protegidas hoy por la Unesco) y caminos que vertebran las principales arterias de comunicación del continente. No por casualidad en el mundo hay 93 conjuntos con la vitola de patrimonio de la humanidad relacionados con el pasado español, de los cuales 52 están fuera de la Península Ibérica. Ni tampoco lo es el que la primera universidad en América date de 1504, mientras que la primera que surgió en el Congo belga se creara solo seis años antes de la independencia, fecha en la que había la escalofriante cifra de seis universitarios, llamados de manera despectiva los 'évolué' (los 'evolucionados').
Las etiquetas que derivan del colonialismo decimonónico tienden a dibujar el mundo en negro o en blanco
Esto no significa que no existiera violencia y abuso en muchos episodios de la conquista, pero sí que no es tan sencillo hablar de perdones, reparaciones o de descolonizar sin partir por la mitad el ADN de estos países en el proceso. México o Perú no son el Imperio azteca o el Inca, sino lo que vino después. «No debemos tampoco crear mitos o leyendas doradas. Hubo conquista armada, claro que sí; lo contrario sería impensable en los siglos de la Edad Moderna. Y una vez sometidos aquellos territorios, en muchos casos gracias a los aliados indígenas, España se volcaría en trasladar, junto a la religión católica, todas las características culturales e identitarias que se habían ido forjando en los siglos anteriores», explica María Saavedra, directora de la Cátedra Internacional CEU Elcano, que resalta «la fuerte inversión que los Reyes de España realizaron en aquellas tierras que eran tan españolas como las peninsulares. La construcción de infraestructuras, escuelas, conventos, iglesias, universidades en la América española probablemente supuso un montante muy superior al oro y plata que pudieran llegar desde allí».
Los virreinatos funcionaban a modo de ciudades-estado de la Antigüedad y gozaban de una enorme independencia respecto al poder central
La primera particularidad de la llamada Conquista de América es que la España de los Reyes Católicos aplicó en los territorios descubiertos una expansión similar a la que los cristianos llevaban siglos realizando en la Península Ibérica a costa de los musulmanes. Se trataba de replicar, no de someter. Esto facilitó desde el primer día el mestizaje social y cultural con la población local, naciendo hijos de la conquista tan ilustres como el poeta Inca Garcilaso o Diego Muñoz Camargo, uno de los mejores cronistas de Tlaxcala. Frente a países como EE.UU., que no consideró completamente legales los matrimonios interraciales en todos sus estados hasta 1967, el Rey Fernando el Católico aprobó en una fecha tan temprana como 1514 una real cédula que validó cualquier matrimonio entre castellanos e indígenas.
«Se debió a dos causas: una, puramente biológica pues incluso en los tiempos en los que emigraron más mujeres apenas llegaron al 40% del total. Había muchos hombres sin mujer europea que si quería crear una familia o simplemente tener una mujer ésta tenía que ser indígena o de color. Y otra, había una política de Estado porque España pretendía poblar aquellos territorios, no limitarse a montar factorías de explotación como hicieron otros imperios, y para ello era necesario establecer familias», apunta el historiador Esteban Mira Caballos, autor del reciente libro sobre la Monarquía hispánica 'El descubrimiento de Europa. Indígenas y mestizos en el Viejo Mundo' (Crítica).
Los virreinatos funcionaban a modo de ciudades-estado de la Antigüedad y gozaban de una enorme independencia respecto al poder central, en parte debido a la distancia y en parte por la necesidad de pactar con las fuerzas locales. No se trataba, como en el colonialismo decimonónico, de una mera situación de subordinación de las colonias a la metrópolis, como muestra el hecho de que en un momento dado el centro cultural, económico y hasta político del imperio estaba más cerca de Nueva España que de la vieja España. Este virreinato, germen de lo que hoy es México, ocupaba en tiempos de la independencia una superficie veintitrés veces el Imperio azteca. Hacia 1800, solo la ciudad de México daba cobijo a 137.000 almas, cuatro veces más que Boston, siendo al menos un 50% de la población indígena y un 20%, mestiza. Cifra que, paradójicamente, no ha dejado de disminuir desde que se marcharon los 'malvados' conquistadores. Solo el 23% de los mexicanos se considera indígena, según una encuesta interracial realizada en 2015 por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) de México.
Ley antes de la ley
La otra gran anormalidad de este imperio en expansión fue que casi desde el principio surgió en su seno una controversia sobre la legitimidad de sus acciones. Esta rara avis dio lugar a debates inéditos sobre derecho internacional en la Universidad de Salamanca y a una corriente crítica, con gran influencia en la corte, que se preguntó cosas tan extrañas para la época como si el indio tenía alma y naturaleza jurídica de hombre libre. «La controversia de Valladolid, en forma de debate entre De las Casas y Ginés de Sepúlveda, despertó un enorme interés en la corte. Lo mismo sucedió con los planteamientos más moderados de Francisco de Vitoria, auténtico inspirador del derecho internacional. Este gran jurista y teólogo de Salamanca analizó en profundidad si el Rey debía acabar o no con la presencia española en Indias y, por tanto, si podía abandonar a su suerte a los miles de indios que se habían incorporado a la Iglesia Católica por el bautismo», recuerda Saavedra. Este proceso de autocrítica desembocó en las Leyes de Indias, cuyo alcance fue tan longevo como para que muchos líderes indígenas invoquen todavía en la actualidad esta legislación para pleitear por la expropiación de sus tierras comunales.
No por casualidad en el mundo hay 93 conjuntos con la vitola de patrimonio de la humanidad relacionados con el pasado español
La expansión tardomedieval cedió el paso con los siglos a nuevas realidades que sí se parecen más a los imperios contemporáneos. De la creación de los grandes virreinatos a mediados del siglo XVI se evolucionó a una época en la que, mientras la Península Ibérica vivía una grave crisis económica y demográfica, en América despegaban una sociedad en expansión con su propia problemática. Luego incluso hubo tiempo de importar modas europeas basadas en la obsesión por el color de piel y en la importancia de distinguir entre salvajes y civilizados. «A nivel teórico se mantuvo siempre el concepto de virreinato y no de colonia. Sin embargo, en la práctica el estatus de aquellos territorios fue colonial al menos desde el siglo XVIII. Los virreinatos indianos nunca tuvieron una situación jurídica equiparable a reinos como el de Navarra, Aragón o Nápoles. La riqueza indiana benefició fundamentalmente a los cargadores de la Carrera de Indias y a la Corona. La economía que se permitió en las Indias fue la extractiva en correspondencia con los intereses de la metrópolis», advierte Mira Caballos.
Si bien nunca se usó como tal la denominación de colonias, Carlos III trató de exprimir los recursos de los territorios de ultramar a la manera francesa aumentando las diferencias legales entre los españoles de un lado del charco y los del otro. No obstante, hay historiadores que ni siquiera entonces se atreven a hablar de un colonialismo estricto tal y como desplegaron países como Francia o Bélgica en África. Aun en vísperas de la desmembración de la Monarquía hispánica se produjeron hechos tan llamativos como que el presidente de la regencia española durante la guerra contra Napoleón fuera un criollo colombiano llamado Joaquín de Mosquera y Figueroa o que la primera constitución, la de 1812, definiera la nación española como «la reunión de los españoles de ambos hemisferios».
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