Benedicto XVI, el profesor que dio una lección histórica
A lo largo de su vida, el 'Papa de la palabra' fue un teólogo apasionado por conocer a Jesucristo y por darlo a conocer con un lenguaje inteligible
Sus clases en la universidad estaban abarrotadas, pues acudían alumnos de otras asignaturas y de otras facultades a escucharlo
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La historia enseña que hay muchos modos de ser Papa, y que nadie está obligado a imitar el anterior, por brillante que fuese. Juan Pablo II había sido, sobre todo, un «Papa misionero», deseoso de predicar en todos los rincones del planeta, siempre ... dispuesto a estrechar una mano, hacer una caricia y manifestar su afecto por cada persona que se encontraba. El tímido Benedicto XVI dijo que no aspiraba a igualarle. Era el paso del 'Papa de los gestos' al 'Papa de la palabra'.
No era fácil ser el sucesor de Juan Pablo 'el Grande', protagonista del tercer pontificado más largo de la historia y primer papa convertido en referente moral del mundo entero. San Juan Pablo II era interlocutor habitual de los gobernantes y, con frecuencia, huésped de honor en sus correrías por el mundo entero. Era, además, un gran comunicador. Hablaba doce idiomas y leía discursos en otros cuarenta. Entendía muy bien el lenguaje periodístico, sobre todo el televisivo. Por eso prodigaba gestos visibles -como besar el suelo a la llegada a un país-, cuya fuerza es superior a las palabras.
Benedicto XVI era muy distinto. Comenzó su mandato como el 'Papa teólogo', pues era una estrella de la teología católica desde los tiempos del Concilio Vaticano II y, desde 1968, uno de los autores más vendidos. Su 'Introducción al cristianismo' fue el primer éxito en una larga lista de «best sellers». Eran volúmenes de teología, pero, a la vez, de pensamiento, con reflexiones cada vez más profundas sobre la cultura occidental: orígenes, grandeza, crisis… Sus libros, homilías y discursos eran pedagogía de alto nivel para el mundo contemporáneo.
Llenaba las aulas
El rasgo del verdadero pensador es saber ir a lo esencial. A lo largo de toda su vida, Joseph Ratzinger fue un teólogo apasionado por conocer a Jesucristo y por darlo a conocer en un lenguaje inteligible. Su carácter se formó durante veinte años como profesor en las universidades públicas de Bonn, Münster, Tubinga y Regensburg, donde aprendió a ser maestro. Sus clases estaban abarrotadas, pues acudían alumnos de otras asignaturas y de otras facultades. Aceptó abandonar las aulas en 1977 para hacerse cargo de la cátedra episcopal de Múnich hasta que, en 1981, Juan Pablo II le llamó a Roma para dirigir la Congregación para la Doctrina de la Fe.
En poco tiempo, Ratzinger convirtió la Congregación en una «cátedra», a la que prestaban atención teólogos e intelectuales del mundo entero. Antes de aceptar el cargo de prefecto, el cardenal alemán pidió a Juan Pablo II permiso para seguir publicando libros a título personal, al tiempo que se proponía continuar su investigación teológica participando activamente en el trabajo de dos organismos de la propia Congregación: la Pontificia Comisión Bíblica y la Comisión Teológica Internacional. Y así lo hizo desde 1981 hasta 2005.
Durante casi un cuarto de siglo, el prefecto fue investigador, teólogo y escritor. Aparte de sus propios volúmenes, Ratzinger se convirtió en maestro de un género que le iba como anillo al dedo: el libro-entrevista, sobre todo con el periodista alemán Peter Seewald, que le permitía responder en profundidad a las preguntas de los cristianos de cada momento.
Igual que Pedro de Betsaida mantuvo siempre su carácter de pescador de Galilea, Joseph Ratzinger fue siempre un maestro. Fue el 'Papa profesor' que a lo largo de siete años intentó impartir al mundo una grandiosa lección sobre lo esencial de Dios -amor, perdón- y sobre la única persona -humana y a la vez divina- que permite conocerlo: Jesucristo.
El rasgo del verdadero intelectual es dar en el centro de la diana: identificar lo esencial y llegar a entenderlo a fondo. Ratzinger, además, sabía explicarlo con palabras sencillas, sin tecnicismos ni complicaciones.
Dominaba la historia
Juan Pablo II salía al encuentro de los cristianos de todo el mundo. Benedicto XVI, en cambio, conocía al dedillo todas las ideas que circulan por el planeta. Dominaba la historia de las grandes religiones y el proceso de formación de la cultura occidental, un maravilloso encuentro del pensamiento griego, el derecho romano y la religión cristiana que se convirtió, por su propio dinamismo interno, en faro del mundo entero a medida que la navegación permitía alcanzar tierras cada vez más lejanas.
Cuando fue elegido papa en la primavera del 2005, Joseph Ratzinger había elaborado ya su gran síntesis personal, y soñaba con retirarse a escribir. Llegó a la cátedra de Pedro sin un programa de gobierno, pero, en cambio, tenía una lección que impartir al mundo. La «fumata bianca» le pilló con un gran libro pendiente de escribir, sobre el tema más importante. Sólo podía dedicarle los pocos ratos libres de la agenda de un Papa, y por eso tardó siete años en completarlo. Lo fue publicando por entregas, temeroso de no poder terminar su 'Jesús de Nazaret', un libro sobre la figura histórica de Jesucristo y sobre su rasgo único, el de la divinidad.
Su magisterio como Papa abordó enseguida el terreno circundante en sucesivas series de catequesis sobre los primeros Apóstoles, los amigos de Jesús, los primeros escritores cristianos, las mujeres místicas que han recibido revelaciones privadas y, finalmente, el modo de rezar de Jesús, la relación con el Padre.
Enfocado en lo esencial
Las encíclicas fueron también flechas dirigidas a la diana de lo esencial: 'Dios es amor' (2005), 'Salvados por la esperanza' (2007) y 'Caridad en la verdad' (2009). En conjunto, recordaban el núcleo del mensaje de Jesús: «Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo».
A diferencia de algunas etapas históricas penosas, los pontificados de los últimos cien años han sido todos excelentes. Y en buena medida, complementarios. Durante casi tres décadas, Juan Pablo II tuvo tiempo para hablar de todo. Benedicto XVI, elegido con 78 años, era consciente de que su mandato sería mucho más breve. Por eso decidió hablar de lo más importante. Y hacer sobre todo lo que mejor sabía: enseñar.
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