Antonio Cañizares: «No he conocido nunca un hombre más inteligente y sabio, y a la vez tan humilde, como Benedicto»
El cardenal, arzobispo emérito de Valencia, colaborador de Ratzinger, le define como una persona «de la verdad», que supo poner «a Dios y al Evangelio en el centro»
Vestiduras pontificias y zapatos negros, el mensaje que esconden las primeras imágenes en la capilla de Benedicto XVI

El cardenal Antonio Cañizares, arzobispo emérito de Valencia, fue un colaborador directo e inmediato del fallecido Papa emérito. Primero como cardenal Ratzinger, en su etapa de prefecto de Doctrina de la Fe, coincidente con el tiempo en que Cañizares dirigía el secretariado homólogo en ... la Conferencia Episcopal Española. Luego, sería Benedicto XVI quien le crearía cardenal, en su primer consistorio, y acabaría encomendándole, en 2008, uno de los ministerios vaticanos, la Congregación para el Culto Divino.
De tantos años de colaboración, surgiría una sincera amistad, acrecentada por su sintonía teológica y de pensamiento, que llevó incluso a que en ambientes eclesiales se conociera a Cañizares como «el pequeño Ratzinger», un apelativo que llegó a oídos de Benedicto XVI, quién bromeó con él en alguna audiencia con obispos españoles.
—¿Cómo era el cardenal Ratzinger en aquellos primeros años de los 80 en que lo conoció?
—Le conocí en Viena, en una reunión de comisiones episcopales de Doctrina de la Fe. Desde entonces nació una amistad muy grande entre los dos. Aprendí mucho con él, en dos sentidos, teológica y humanamente. Era de una cordialidad exquisita. Prestaba total atención a cada una de las intervenciones y tenía en cuenta todas las aportaciones. Con José Manuel Estepa, tenía una excelente relación y le llamaba «mi general», porque era el arzobispo castrense. Era cordial en todo momento, incluso en las comidas, sin hacer distinción entre los colaboradores, ya fueran cardenales, obispos o sacerdotes, como yo. Eso habla muy bien de la sencillez de un hombre que estaba al lado de su equipo de trabajo.
—¿Qué destaca de su pensamiento?
—Cuatro días después de ser nombrado obispo de Roma tuve que viajar a Roma para despachar con él, como prefecto de Doctrina de la Fe, un asunto pendiente. Lo resolvimos muy rápido, y entonces me preguntó por mi nombramiento y me dio un consejo que, creo que es la clave para entender su persona. «Usted sabe —me dijo— que Ávila es conocida por todo el mundo, no solamente por sus murallas, sino, por sus dos grandes santos, santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz. Y para ambos: ¡Solo Dios!, ¡Sólo Dios! Ese debe ser el horizonte de su episcopado, como de todos los obispos, el horizonte de la Iglesia. Solo Dios y el Evangelio». En ese sentido, él recordaba que el problema principal en este mundo nuestro es la secularización, que prescinde de Dios como si Dios no existiera. Cuando uno se aleja de Dios se aleja del hombre. Esa es la clave.
—Cuando fue elegido Papa había dos opiniones contrapuestas entre los periodistas. Algunos insistían en esa imagen del «Panzer Cardinal», el hombre fuerte, otros, que lo conocían personalmente, insistían que la realidad era bien distinta.
—Era un hombre de la verdad, no en balde su lema episcopal era «Cooperador de la verdad», siempre la verdad por encima de todo. Verdaderamente la imagen que ofrecían los medios de comunicación o algunos teólogos no se correspondía en absoluto con la realidad. En realidad era un hombre, muy cercano. Incluso teólogos que había llamado a la Congregación para dialogar sobre sus enseñanzas, se quedaban admirados del trato recibido. Recuerdo a un teólogo español, no diré el nombre, que fue citado por algunos problemas en sus escritos y después de hablar con el cardenal Ratzinger, me dijo : «Qué amabilidad, qué dulzura y qué pensamiento tan claro. Dice las verdades sin ofender, ni reñirte, sino todo lo contario, me he sentido acogido como creyente en la Iglesia».
—Él mismo contaba que antes del cónclave en que fue elegido rezó a Dios para no ser Papa. ¿Es otra muestra de esa humildad?
—La referencia que hizo de sí mismo en las primeras palabras de su pontificado le definen totalmente: «Un humilde trabajador de la viña del Señor». Es el mejor perfil que se puede hacer de él. Y lo dejó claro cuando dijo que no tenía un programa propio, sino que asumía el programa que Dios tiene para la Iglesia. No he conocido a un hombre más sabio, más inteligente que él y sin embargo más humilde.
—¿Cuál es la gran aportación de su pontificado?
—Es todo. Hay unidad en todas sus acciones. Por ejemplo, en la Jornada Mundial de la Juventud de Colonia le dijo a los jóvenes que la eucaristía es la «fisión nuclear acaecida en los más íntimo de nuestro ser». Significa que la eucaristía es el centro de todo, porque es Dios que es amor y se revela en Jesucristo.
—El valiente gesto de su renuncia es también un signo de esa humildad, de reconocer que ya no tenía fuerzas para seguir al frente.
—Pero también dijo algo muy importante, que se está olvidando, que es Dios quien lleva la Iglesia. Con su renuncia la dejó en manos de Dios. Y por eso se retiró a un monasterio de vida contemplativa, En la última visita que le hice me recordó que hay que poner a Dios por encima de todo porque así la Iglesia transparenta el cielo a toda la humanidad.
—¿Cómo ha sido este tiempo de convivencia entre dos Papas, uno en activo y otro emérito?
—Ha habido una relación espléndida por ambas partes. Francisco ha continuado completamente la trayectoria de Benedicto XVI. Pongo un ejemplo que me contó directamente el papa Francisco. Unos días después de su publicación de su encíclica 'Laudato Si', felicité al Papa Francisco por el texto, y me confesó que era una glosa, una interpretación de 'Caritas in veritate' de Benedicto XVI. «Lo que él dijo sobre la ecología humana, yo lo aplico a la ecología integral», me dijo. Francisco se considera heredero y discípulo del Papa Benedicto.
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—¿Cómo ha vivido estos últimos años, en que, según sus colaboradores se iba apagando poco a poco?
—Como toda su vida, en manos de Dios. Y además, con una gran alegría y un pensamiento muy lúcido. Recuerdo que hace un año estuve viéndolo y ya apenas podía andar. Le dije «se le ve muy bien Santo Padre» y me contestó, «ya, pero las piernas...». Bromeé con el y le recordé lo que decía su antecesor Juan Pablo II, que la Iglesia no se lleva con las piernas, sino con la cabeza. Y usted tiene una cabeza privilegiada y un corazón que habla a los hombres. Se sonrió. Así era el. Con esa simpatía, esa dulzura y cercanía, y siempre con agradecimiento a quien iba a hablar con él.
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