EL RECUADRO
Cruces de mayo de los niños
Estos pasitos de una mesa que los niños sacaban a la calle, jugando a las cofradías
Decimos que Sevilla es una ciudad tradicional y a veces me pregunto por qué. Hay muchas invenciones de ayer por la mañana que consideramos tradiciones y, en cambio, otros usos centenarios están en trance de pérdida. Con música de Font de Anta, letra de Salvador ... Valverde y un fondo fratricida de tragedia española, escribí el otro día de las cruces de mayo en los patios. Otros años, por estas fechas, cuando he estado ante el teclado en mi escritorio he escuchado de pronto en la calle un descompasado y tierno toque de tambor. Me he asomado y eran unos niños del barrio con su modesta e ilusionada cruz de mayo.
Hace años que no veo esos pasitos que los niños sacaban a la calle, jugando a las cofradías, con toda su candidez: bastaba una mesa, y un mantel a ser posible rojo, y dos palos para construir una cruz, y un trozo alargado de tela para simular el Sudario. O echo mal las cuentas, lo cual es más que posible, o en esta ciudad masificada y degradada, con el sentido de la medida perdido, si esta costumbre de mayo cumpliera las mismas desaforadas reglas de que todo está ya sacado de quicio, tendrían que celebrarse siete mil fiestas de la cruz en los patios y que haber veinte mil pasitos infantiles por las calles. Y me parece que cada vez hay menos. No hablo ya de las cruces de mayo que organizan, muy bien por cierto, algunas hermandades, como cantera de costaleros y de nazarenos, con unos pedazos de pasos casi tan grandes como los de Semana Santa, que calzan al menos nueve chavales con el costal, que llevan su capataz con el terno negro y sus contraguías, y cierra una banda contratada como si se tratara de una estación de penitencia. De estas cruces de mayo digamos semi-profesionalizadas, ¿qué quieren que les diga? Es una forma de mantener la tradición, cierto. Pero también de que algunos mayores hagan lo que tanto les gusta: jugar a los pasitos. Pero como se ve en ellas demasiado la mano de los mayores, no tienen esa candidez verdaderamente infantil de las cruces de mayo de los chiquillos, que me emocionan y enternecen: las de la mesa de la cocina con un mantel por lo alto, con el amigo metido debajo como único costalero y el otro chaval delante, de capataz, echando todo el arte para que el pasito de la cruz y las flores de geranios del balcón cruce entre la pared y unos contenedores de basura. Ah, y la música, no se nos olvide: el niño que se ha agenciado un tambor y allá que va detrás del pasito, como una banda unipersonal, de una forma sencillamente enternecedora. Sí, todos, de niños, sacamos una cruz de mayo así, y algunas hasta con cuerpo de nazarenos y con el palo de un escobón al que le habíamos puesto un cartón con un «S.P.Q.R.». ¡Qué pedazo de cofradía de un solo paso sacábamos a la calle! Entonces se pedía dinero a los transeúntes, con una fórmula ritual que también se ha perdido: «Una perrita pá la cruz de mayo». Yo ahora, viejos niños de Sevilla, me meto la mano en el bolsillo y os doy una perrita para vuestro recuerdo de aquellas cándidas cruces de mayo. Recuerdo impagable en una ciudad que aún conservaba el sentido de la medida, porque lo aprendíamos desde chiquititos.
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