Así parió Isabel La Católica: cinco hijos, gemelas y un aborto
Reyes de españa
En total, la Monarca vivió seis partos, no muy dolorosos y sí rápidos, de los que salió bastante entera en cuanto a su salud

La primera criatura de Isabel y Fernando nació en 1470, cuando los aspirantes a dominar la península todavía vivían como prófugos de la justicia. Su matrimonio estaba bajo cuestión ante la sospecha de que no contaban con la debida bula papal, si bien más lo ... estaba el del propio Rey Enrique IV, que llevaba años enfrascado en una guerra por demostrar la legitimidad de su hija Juana.
Los futuros Reyes Católicos temían que sus hijos pudieran ser también puestos en duda en un bucle infinito de desprestigio Trastámara, pero precisamente por ello se empeñaron en llenar el mundo de herederos. El primer fruto del matrimonio nació en Dueñas (Palencia) un año después de que se produjera la boda. Hasta entrado el siglo XVII los partos eran competencia de las parteras y comadronas, mujeres especializadas en esta tarea, si bien por lo excepcional de la embarazada la ocasión fue supervisada por el catedrático de medicina de Salamanca, el doctor Juan Rodríguez de Toledo, que pudo certificar que la niña, llamada Isabel, llegaba a la vida con normalidad absoluta.
La Reina se encargó de invitar a varias personalidades del vecindario para que asistiera al espectáculo, aunque, eso sí, reclamó que le taparan la cara con un lienzo
O, al menos, la esperada para alguien de la familia real. Era costumbre por un asunto de decoro que las altas señoras parieran en presencia de una multitud de testigos. La propia Reina se encargó de invitar a varias personalidades del vecindario para que asistiera al espectáculo, aunque, eso sí, reclamó que le taparan la cara con un lienzo para que nadie de los muchos presentes viera sus muecas de dolor o intuyera sus sentimientos.
Isabel tardó cuatro años en volver a quedarse embarazada. La gestación terminó en un aborto de un varón cuando estaba de paso por Cebreros (Ávila). El suceso traumático ocurrió de noche. La Reina expulsó al feto sin ayuda e hizo jurar a su médico que nunca diría nada al Rey, quien, con oídos en todas partes, se enteró igualmente. El médico judío Lorenzo Badoz achacó la interrupción y los posteriores problemas de fertilidad a los constantes viajes a lomos de caballos.
El heredero deseado
La joven madre se recuperó rápido de la pérdida, aunque tardó otros tantos años en quedarse encinta. Además de los consejos del médico, Isabel recurrió a los remedios habituales en la época: ungüentos, extraños hábitos y peregrinaciones a lugares como el monasterio burgalés de San Juan de Ortega, «santo procurador de niños».
Los rezos dieron sus frutos con el nacimiento en 1478 de Juan, rápidamente jurado como Príncipe de Asturias. El parto real fue asistido por una partera sevillana, conocida como «La Herradera» por el oficio de su marido, a la que Isabel pidió un lienzo para tapar el rostro y, además, ordenó que se apagaran los candelabros de la estancia. Era tal la expectación por anunciar la venida de un varón Trastámara que el cabildo sevillano prometió una recompensa de 50.000 maravedís para la persona que dio la noticia. La ciudad celebró el natalicio con una justa en la que compitió el propio Rey Católico y con la lidia de ocho toros a cada cual más bravo. A pesar de la alegría, el cronista Hernán Pérez del Pulgar reparó en un mal augurio: «Entre la solemnidad del bateo y la de la misa de purificación se interpuso un eclipse de sol».

El niño no era tan hermoso como hubieran deseado los reyes. El heredero reveló un sinfín de impedimentos físicos desde sus primeros pasos en el mundo. El labio leporino le impedía hablar correctamente y su constitución le hacía endeble como el barro húmedo. Comía con dificultad, vomitaba con frecuencia y a menudo se desmayaba. Nadie apostaba demasiado por una longeva vida para el príncipe, al que trataron de tonificar con extracto de tortuga entre las ocurrencias para endurecer su caparazón.
A partir de entonces, Isabel encadenó hija tras hija. Para Fernando, los estados de gravidez (nombre que se daba al estado de preñez) fueron un suplicio, un suspense que se prolongó durante demasiados años, pues parecía que su esposa solo era capaz de traer al mundo hembras o varones enfermizos.
Ocho meses después del parto de Juan trajo a la vida a Juana en el palacio de los Cifuentes (Toledo). «Del parto en sí, que fue 'a las tres horas después de la salida del sol', tenemos pocos datos más y apenas sabemos que fue fácil y rápido, sin dolores para la madre», apunta Matías García Fantini, doctor en Medicina y ginecólogo, en su libro 'Médicos, parteras y sanadores en la España de Isabel de Castilla' (Editorial Letra Minúscula).
La Reina amamantó a Juana en persona en vez de dejar esta tarea a las nodrizas. En junio de 1482, la Monarca parió en el Alcázar de Toledo a su tercera niña, María, y casi dos días después a otra, muerta dentro del vientre materno. La pequeña superviviente pesaba muy poco por ser prematura, pero salió adelante. Finalmente, la guinda a la familia la puso Catalina, nacida en 1485 dentro del Palacio Arzobispal de Alcalá.
En total, vivió seis partos, no muy dolorosos y sí rápidos, de los que Isabel salió bastante entera en cuanto a su salud. Sandoval, cronista de la época, achacaba su facilidad a que por ser «cristianísima, ha permitido Dios que no reciba dolor en sus partos; y así, está riendo y burlando, entre juego y juego, pare». Su salud no quedó mermada por los embarazos, pero sí a partir de 1495 con las llamadas tres «cuchillos de dolor»: la muerte de su primogénito Juan; la de su hija Isabel y la de su nieto Miguel de la Paz, hijo póstumo de la anterior.
Una vida de desgracias
La depresión y el desgaste de una vida a caballo condenaron a Isabel a morir con solo 53 años (cierto que la esperanza de vida estaba para las mujeres en 33 años). Justo con cuarenta años sufrió fiebres tercianas junto a su marido, pero no parece que aquella fuera la razón de una caída de salud tan brusca. La Reina se refugió en la religión y redujo su ritmo de trabajo, de un punto a otro de la península, refugiándose en Medina del Campo. En su último año de vida, 1504, Isabel no solo tuvo que soportar el comportamiento extraño de su nueva heredera, Juana, casada con el Conde de Flandes, sino también una serie de síntomas a cada cual más desconcertante.
Aumento de peso, retención de líquidos, alteraciones de la frecuencia cardíaca, dolores articulares, diabetes... Ni siquiera hoy es fácil dar sentido a este rompecabezas de males. Se especula con un posible cáncer rectal o genital, una diabetes avanzada o una simple infección en la garganta, pero sin autopsia se trata de mera especulación, como la que hizo un siglo después de su muerte Pedro el Monje, un jesuita que afirmó sin pruebas que la Reina empezó a sufrir «derrames de sus partes bajas» debido a «una úlcera secreta que el trabajo y la agitación del caballo le habían causado en la guerra de Granada. Su valor le causó el mal, su pudor lo mantuvo, y no habiendo querido exponerlo jamás a las manos y miradas de los físicos de la corte, le acompañó toda su vida».
En este sentido, García Fantini apunta en su libro que podría tratarse, de ser ciertas las especulaciones del monje, de una fístula relacionada con los embarazos. «La causa más común de esta patología es el trauma causado por un parto, ya sea por un parto largo de horas, la salida con dificultad del recién nacido, los nacimientos gemelares, etc», señala este ginecólogo sobre un problema que pudo generar otros males y llevarle en 1504 a la tumba.
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