El milagro del Yamato: así logró Japón construir en secreto el acorazado más grande de la historia
En su construcción trabajaron durante años miles de obreros a los que nunca se reveló las verdaderas dimensiones que iba a tener. Hasta hubo que ampliar un puerto e instalar una cortina enorme para poder albergarlo sin que nadie lo viera
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En 1934, Japón tenía ya terminado el diseño del acorazado más grande y pesado de la historia: el Yamato. Una buque que se planificó para provocar el terror de las principales armadas del mundo en la guerra que todos intuían que iba a comenzar en breve. Tan convencido estaba el Gobierno de Pekín que la idea había surgido más de una década antes, tras firmarse el Tratado Naval de Washington, en 1922, con el que las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial intentaron limitar la cantidad de «fortalezas flotantes» que cada nación pudiera construir.
El objetivo era frenar su carrera armamentística, pero como el planeta comenzó a atisbar pronto un nuevo conflicto global, Japón y Alemania no tardaron en retirarse del acuerdo. Ambos pensaron que debían preparar sus flotas para un más que probable enfrentamiento. Sobre todo, los nipones, que enseguida reconocieron a Estados Unidos como su principal rival en una presumible lucha por el dominio del Pacífico, pues estaban convencidos de que aquel océano sería el principal escenario de la contienda. Optaron entonces por la calidad y el tamaño, sabiendo que ya no podrían superar a la flota norteamericana en número.
Lo más curioso de la construcción del Yamato –y de su hermano gemelo, el acorazado Musashi, pensado como su acompañante en tamaño– es que se llevó a cabo en el más absoluto secreto. Nadie supo jamás, ni tan siquiera los servicios secretos de las potencias más poderosas, que los trabajos se estuvieron realizando durante años en unas instalaciones ubicadas en el mar Interior de Seto. Y eso que estos continuaron cuando ya había comenzado la guerra. ¿Cómo consiguieron ocultarlo? ¿Es posible esconder algo así rodeados de espías?
Abordemos primero los antecedentes. La Armada Imperial japonesa estaba convencida de que Washington se acabaría entrometiendo en su guerra contra China y que la consecuencia inevitable sería un conflicto naval a gran escala. En un primer momento, Japón pensó en utilizar sus aviones y submarinos para debilitar a la flota norteamericana antes del enfrentamiento definitivo en el Pacífico occidental, pero decidieron comenzar a construir esta nueva arma secreta en 1937.
El mar de Seto
En esa época, todavía se tenía la concepción de que el poderío naval de los países se medía por el número y el tamaño de sus acorazados. Por eso pensaron que solo con el Yamato podrían asegurarse la victoria final. Obviamente, se equivocaron, aunque estuvieron convencidos de ello hasta los últimos compases del conflicto en abril de 1945.
El lugar escogido para los trabajos fue el mencionado mar Interior de Seto, la gran masa de agua navegable que separa tres de las cuatro principales islas de Japón: Honshu, Shikoku y Kyushu. Se trata de un gigantesco fondeadero de 450 kilómetros de largo y 50 de ancho que se encuentra protegido y es accesible únicamente a través de unos pocos corredores bien defendidos. Además, está salpicado por otras tres mil pequeñas islas cubiertas de bosques, en una de las cuales —la isla de Nomi— se encuentra Etajima, la Academia Naval japonesa.
A lo largo de las orillas de este mar hay una docena de importantes puertos de mar, entre ellos Kure, que curiosamente se encuentra a solo 10 kilómetros de Hiroshima. Fue este —cuya denominación oficial era el Arsenal Naval de Kure— el elegido para la construcción del Yamato. La razón es que albergaba en su interior grandes instalaciones para la reparación de buques, sus propios altos hornos, una fábrica de armas y un astillero con el mayor dique seco de Japón. Aún así, cientos de obreros tuvieron que trabajar antes, durante varios meses, en la ampliación de este dique, para hacerlo más ancho y profundo.
El secreto
El 4 de noviembre, los trabajadores empezaron a colocar la quilla del nuevo acorazado. «Habitualmente, un acontecimiento así hubiera sido motivo de celebración y de ceremonia en una cultura donde los rituales formales cumplían la función de hitos del progreso nacional. Por el contrario, se levantó una gigantesca cortina de sisal alrededor del lado del astillero que daba al mar, con el fin de ocultar los trabajos en curso. Se utilizó tanto sisal para erigir aquella barrera que los pescadores japoneses no podían confeccionar ni reparar sus redes de pesca. Durante un tiempo, el marisco local escaseó y aumentó de precio», cuenta Craig L. Symonds en 'La Segunda Guerra Mundial en el mar' (La Esfera de Los Libros, 2019).
A los obreros seleccionados para construir el buque se les exigió prestar juramento de secreto y se les entregó un brazalete numerado. Los guardias armados de todos los accesos al astillero comprobaban que toda persona que entraba en la zona debía estar debidamente autorizada, a pesar de que no se les había informado detalladamente sobre el tipo de barco en el que estaban trabajando ni qué tamaño tendría.
Muy pronto saltaron a la vista las dimensiones del nuevo buque, que originalmente fue designado simplemente como «Acorazado número uno». Los obreros empezaron a comprender los motivos de semejantes precauciones. Era gigantesco, como una ciudad flotante. Tenía 263 metros de eslora —256 en la línea de flotación— y más de 38 metros de manga. Era mucho más pesado que el temido Bismarck que se estaba construyendo al mismo tiempo en Hamburgo, al otro lado del mundo.
70.000 toneladas
«El buque acabaría desplazando más de 70.000 toneladas, lo que suponía prácticamente duplicar el tamaño de los acorazados británicos o estadounidenses. Sin embargo, su aspecto más llamativo era su armamento», subraya Symonds. En vez de los cañones de 380 milímetros del Bismarck o los de 406 del Rodney, el Yamato iba a contar con nueve cañones de 460 milímetros dispuestos en tres torretas triples. Cada uno de ellos podía disparar un proyectil de 1.450 kilogramos a una distancia de más de 40 kilómetros. Su alcance era superior al de cualquier buque y, gracias a ello, se suponía que podía tocar o hundir a cualquier enemigo antes de que este se encontrara a la distancia mínima para realizar su primer disparo.
Menos de seis meses más tarde, el 29 de marzo de 1938, se colocó la quilla del segundo buque, el Musashi, llamado a su vez el «Acorazado número dos» para que no trascendiera tampoco ninguna información. Resulta irónico que estos dos superacorazados de Japón se construyeran en Hiroshima, el primero, y en los astilleros de Nagasaki, el segundo, los dos puntos elegidos por Estados Unidos para lanzar sus bombas atómicas al final de la guerra. Los trabajos del último también se mantuvieron en secreto, hasta el extremo de que los excursionistas que paseaban por las colinas circundantes eran detenidos e interrogados.
Tanto el Yamato como el Musashi representaban el esfuerzo de Japón por neutralizar a base de tamaño y calidad la superioridad numérica de la Armada estadounidense. El emperador confiaba en que su enemigo no construyera buques tan grandes, por la sencilla razón de que ningún barco de semejantes dimensiones podría pasar por el canal de Panamá. Ambos podrían imponerse así a cualquier buque que Estados Unidos pudiera construir, lo que garantizaba —o eso pensaban, al menos— una victoria decisiva en la guerra.
Desde 1941
Por desgracia para los japoneses, que llevaban años enfrascados en el Yamato, cuando entró en servicio en 1941, con la Segunda Guerra Mundial ya en marcha, los acorazados ya no definían el nivel del poderío naval. «Como reconocimiento de ese hecho, el tercer buque de dicha clase, que empezó a construirse en mayo de 1940, fue transformado en un portaaviones a mitad de su construcción», asegura el mismo historiador estadounidense. En 1937, sin embargo, los expertos de todo el mundo todavía pensaban que este tipo de embarcación era el rey de la guerra en el mar. De ahí que los nipones siguieran convencidos de que con el Yamato y el Musashi habían encontrado la clave para derrotar al todopoderoso enemigo, aunque nada más lejos de la realidad.
El ataque sorpresa de Pearl Harbor realizado por Japón, que supuso su entrada en la guerra del lado de las potencias del Eje, demostraba que cualquier nave, por grande que fuera, podía convertirse en un objetivo fácil de los ataques aéreos y de los torpedos de los submarinos. Por argumentos como este hubo voces discordantes sobre su construcción. El director del Departamento de Aeronáutica de la Armada, el almirante Yamamoto Isoroku , intentó convencer sin éxito a sus superiores para que detuvieran los trabajos cuando aún estaban sobre plano.
El tiempo acabó por darle la razón. En 1944, el Musashi fue hundido en 1944 por el impacto de 17 bombas y 20 torpedos sin que hubiese logrado efectuar un solo disparo. ¿Qué destino le esperaba al Yamato después de pasarse buena parte de la guerra en la retaguardia? En abril de 1945, cuando Japón ya se encontraba en una situación desesperada, algunos responsables del Ministerio de Marina japonés argumentaban que su acorazado estrella debía reservarse para defender la patria cuando llegara el momento, mientras que a otros les parecía intolerable este estuviera ocioso mientras los jóvenes pilotos kamikazes se lanzaban a la muerte.
Kamikazes
El debate se solventó en el momento en que el mismísimo emperador Hirohito hizo la siguiente pregunta durante la presentación del plan para la defensa de Okinawa con kamikazes: «¿Dónde está la Armada?». Aquello fue una bofetada para los oficiales responsables de esta y, desde entonces, les resultó intolerable que en Japón todo el mundo se burlara del Yamato, calificándolo de «hotel flotante para almirantes ociosos e ineptos». Decidieron enviarlo a combatir, porque su «prestigio era objeto de críticas».
El Yamato debía navegar, sin apenas combustible, hacia el sur desde el mar Interior para agotar su munición contra los invasores y encallar en la isla para que su tripulación de 3.500 hombres pudiera sumarse al Ejército de Tierra. Prácticamente todo el mundo sabía que, sin cobertura aérea, el acorazado nunca llegaría hasta Okinawa; y aunque lo consiguiera, la idea de que los marineros saltaran desde sus cubiertas para combatir contra los soldados y los marines en tierra era una fantasía. «Nos están brindando la ocasión idónea para morir» , dijo uno de los oficiales.
Cuando les llegó la información de que el Yamato había partido hacia la guerra, Estados Unidos mandó a sus aviones de largo alcance en su búsqueda. Lo encontraron a las 8.30 de la mañana del 7 de abril de 1945 y, sin esperar un segundo, ordenaron un ataque a gran escala con 280 aparatos. El gigante japonés nunca tuvo la más mínima posibilidad de sobrevivir, a pesar de contar con sus enormes cañones de 460 milímetros, los cuales podían disparar, además, un nuevo tipo de proyectil antiaéreo que los convertía en enormes escopetas que dispersaban trozos de metralla por todo el cielo. Sin embargo, no sirvió de nada.
El ataque coordinado de los bombarderos y los aviones torpederos en oleadas de entre 15 y 20 minutos hizo que el Yamato se escorara levemente en los primeros minutos. Las bombas explotaban a lo largo de toda la cubierta, levantando por los aires los puestos de artillería antiaérea y convirtiendo su superestructura en una masa de metal retorcido. En la tercera oleada los americanos acertaron con otros cinco torpedos en el casco y su almirante ordenó inundar la sala de calderas y de máquinas para impedir que volcara. No tuvo reparos en sacrificar a los hombres que se encontraban dentro.
Después llegó el cuarto ataque... y el quinto... y el sexto, hasta que se pidió a toda la tripulación que subiera a la cubierta para que no se quedara atrapada en el interior. Sobre las 14.30, el buque hizo explosión y una columna de humo se elevó hasta más de un kilómetro y medio de altura. Cuando esta se disipó, el Yamato ya había desaparecido.
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