En el centenario de la muerte de CONRAD
El horror
Desde la perfección del estilo, palabra, imagen, silencio (roto), Conrad y Coppola hablan del hombre y los elementos. Del pozo de ser persona
Sobre hombres y barcos, por Arturo Pérez-Reverte
La arquitectura moral del mundo, por Maya Jasanoff
Otros textos del autor

'El corazón de las tinieblas', como toda obra verdadera, trasciende los hechos que la alumbraron para entregarse a su sublimación, que unos llaman procesado y otros reinterpretación. Poco importa que Conrad capitaneara el Roi des Belges para remontar el Congo —país y río— y ... llenarse así de espanto, por medio año, ante la brutalidad de los suyos, hambrientos del marfil y el caucho de un pueblo atónito. Poco importa cuanto vio. Importa cuanto tragó. Lo que su mente, huesos, corazón y músculos vivieron —antes de poder digerir nada— de la voracidad colonizadora de la llamada civilización. Personas siendo personas en la impensable jungla de la demencia. Le llevó un año escribirla y ocho querer hacerlo. No quiso identificar a nadie ni quiso fijar un lugar, quiso que su pluma desbordara el mapa. Que hablara de todos. De él.
No sorprende que Orson Welles planeara adaptar la novela a finales de los treinta para llenar de blanco y negro los ojos de un público que finalmente no fue. No sorprende que Nicolas Roeg, director y brujo diagnosticado, lo hiciera cincuenta años más tarde. O Gutiérrez Aragón en los ochenta. O, a su manera, Herzog. Pero nunca la oscuridad se desplegó en tantos colores como en 'Apocalypse Now', la imprudencia ingobernada que Coppola pariera en el 79, ebrio de mando. Si George Lucas dedicó tres décadas a narrar su particular transformación de Anakin en Darth Daver, a su amigo le bastaron doscientos treinta y ocho días para convertir a Willard (el Marlow de Conrad) en Kurtz (señor en el papel, coronel luego).
África se convirtió en Filipinas y Filipinas en Vietnam en un rodaje insumiso
Coppola fue ambos y ninguno: no hay más Kurtz que Brando cuando Brando es Kurtz. África se convirtió en Filipinas y Filipinas en Vietnam en un rodaje insumiso en que hectáreas de selva volaron por los aires de verdad, Martin Sheen sangró de verdad ante una cámara de verdad y tuvo un infarto real mientras dos tropeles de valquirias cantaban a voz en grito, intoxicadas de alcohol y coca, se hablaban cinco lenguas en que nadie se entendía y un equipo entero de rodaje remontaba como podía un río tan real como imaginario que no conducía a ningún sitio, salvo a las tinieblas húmedas de Caravaggio —reencarnado en Storaro ante el más ciclópeo de los lienzos— y a las improvisaciones indisciplinadas —agua sobre cráneo, sombras, fuego— de una bestia indomable y genial dispuesta a devorar cuanto dólar del presupuesto cayera al alcance de su arbitrariedad.
Hay películas que no se hacen: ocurren. Las pesadillas no se planifican: son. Si Conrad modela la abominación de sus iguales en un vómito elegante que no procura más lecciones que las de la experiencia alucinada del lector, Coppola toma el testigo de su descenso al inconsciente y funda, como se fundan las ciudades, la película de arte y ensayo más cara (y taquillera) de la historia, de catástrofe en catástrofe, de ofuscamiento en ofuscamiento y de capitulación en capitulación.
Desde la perfección del estilo, palabra, imagen, silencio (roto), Conrad y Coppola no describen nada que el entendimiento sepa manejar: no hablan —y sí— de Europa, África, América, Vietnam, del colonialismo, el imperio, la barbarie, la razón. Hablan de sus calaveras. No hablan del poder, la sumisión, la atrocidad, el privilegio, no hablan del hombre y los elementos. De la tiranía y la clemencia. Del exceso. Del pozo de ser persona. Hablan sólo del horror. ¡El horror! ¡El horror!
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete