En el Centenario de la muerte de Conrad
Sobre hombres y barcos
Hombres y barcos, en fin. Barcos y hombres. En muchas de sus novelas, las mejores, Joseph Conrad rinde un emocionado tributo a las sombras que de unos y otros vagan por su memoria
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«El huracán que enloquece las olas, que hace naufragar los barcos y arranca árboles, que derriba murallas y arroja a las aves contra el suelo, había encontrado en su camino a este hombre taciturno y no había podido arrancarle más que algunas palabras».
De las trece novelas, veintiocho relatos y dos libros de memorias de Joseph Conrad, nada refleja mejor su punto de vista sobre el mar y los marinos que estas líneas de 'Tifón' dedicadas al capitán Mac Whirr: «El resultado de veinte años de vida, de mi propia vida». Se condensan ahí dos décadas de mar, de aprendizaje, de trato con barcos y con la gente dura y valerosa que los tripuló. De homenaje a «los configuradores de mi carácter, a los barcos que ya no existen y a los hombres sencillos cuyo tiempo ya ha pasado», como escribió en 'El espejo del mar'. Hombres a los que el propio Conrad, marino profesional entre los dieciséis y los treinta y seis años, dedicó infinitas veces su agradecimiento y admiración: «Dignos para siempre de mi respeto» señaló en 'La línea de sombra', manifestando así su reconocimiento por haberse visto acogido entre ellos; por haberle enseñado, en la manera dura y callada con que tales hombres elementales solían mostrar las cosas, como comportarse, cómo luchar, cómo sobrevivir, e incluso cómo morir.
Hay un parentesco cervantino que no he visto señalar en ninguna parte, aunque me parece evidente
Cómo administrar esa saludable sensación de inseguridad propia del marino, tan útil a bordo de un barco como en tierra firme. Cómo trepar a las vergas entre el viento y la lluvia cuando las olas barrían la cubierta en mitad de un temporal asesino, o se corría la carga con la mar de través, o cuando la nave abatía sin remedio hacia los horrores próximos de una costa a sotavento: «Aquella recia tripulación tenía lo que hay que tener. Es algo que proporciona el mar: la inmensidad, la soledad en torno a las almas oscuras e impasibles de los marinos».
Hay un parentesco cervantino que no he visto señalar en ninguna parte, aunque me parece evidente. Del mismo modo que el autor de 'El Quijote', incluso en el éxito tardío de su novela inmortal, sigue manifestando por encima de éste su orgullo por haber sido soldado en Lepanto, el íntimo orgullo del Conrad novelista, lejos ya del mar y autor de éxito y prestigio, sigue residiendo en la memoria, la experiencia, el recuerdo del marino que en otro tiempo fue: «Ya entonces me gustó más el soldado que el filósofo, una preferencia que la vida no ha hecho más que confirmar», escribe en 'Juventud'; y esa misma idea la tiñe de resignada nostalgia en 'Karain', cuando rememora con melancolía «los días inciertos en que nos bastaba con conservar nuestras vidas». Fue Henry James, otro gran novelista en lengua inglesa, inmensamente popular, quien se lo subrayó, respetuoso y lúcido, en una carta: «Nadie ha sabido las cosas que usted sabe, y usted tiene, como artista capaz de utilizar toda esa experiencia, una autoridad en la que nadie lo iguala».
Y por supuesto, los barcos, sobre todo los antiguos veleros en los que navegó Conrad, que en sus tiempos eran —y todavía son— lo que de ellos hacen los hombres que los tripulan. Lo subraya cuando afirma: «Un barco no consentirá que un impostor lo gobierne». Quizá por eso insiste a menudo en el vínculo estrecho del marino con el barco en que navega, sea cual sea éste; ninguno hablará mal del que tiene bajo los pies, aunque sea un viejo cascarón o una ruina flotante. No hay navegante que no sienta orgullo por su barco, que no alabe sus virtudes y disculpe sus defectos: «Hay barcos que tienen mala reputación, pero nunca conocí uno donde sus tripulantes dejaran de salir airadamente en su defensa ante cualquier crítica».
Incluso en la derrota, en el desastre, aún encuentra las palabras justas para honrar la memoria de un buen barco vencido
Para Conrad —como para cualquier verdadero marino de antes y de hoy— los barcos son seres vivos: sienten, hablan y pueden ser escuchados en sus incomodidades y alegrías. Algunos, como quienes van a bordo, tienen «el aplomo físico de las criaturas valientes», con una importante apreciación: «De todos los seres vivos de la tierra y el mar, son los barcos los únicos a los que no se puede engañar». Y en la adversidad desafiada por un pequeño grupo de hombres entre la soledad infinita y hostil del mar —siempre injusto, siempre indiferente al valor, la lealtad y la solidaridad—, cuando los marinos están de verdad a la altura de su barco «éste se mantendrá de su parte, fiel en la lucha contra fuerzas de las que no avergüenza acabar derrotado». E incluso en la derrota, en el desastre, Conrad aún encuentra las palabras justas para honrar la memoria de un buen barco vencido: «Ningún otro podía haberse portado tan bien. Estaba completamente agotado, eso es todo. Resistió días y días bajo nuestros pies, pero no podía resistir eternamente. Nunca se ha dejado hundir en el mar un barco mejor en un día como éste».
Hombres y barcos, en fin. Barcos y hombres. En muchas de sus novelas, sin duda las mejores, Joseph Conrad rinde un emocionado tributo a las sombras que de unos y otros vagan por su memoria: «Al mar imperecedero, a los navíos que ya no existen y a los hombres sencillos cuyos días ya han concluido». Y en 'El negro del Narcissus' lo resume con este extraordinario epitafio: «¡Adiós, hermanos! Erais buenos marineros. Nunca mejores hombres embridaron con gritos salvajes la ondulante lona de un pesado trinquete, ni balanceados en la arboladura, perdidos en la noche, respondieron con más coraje, grito por grito, a la furia de un temporal del Oeste».
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