Cuarenta años de la tragedia del Monte Oiz que cambió para siempre la aviación civil
Este miércoles se cumplen cuarenta años del accidente aéreo que se cobró la vida de 148 personas en Vizcaya. La catástrofe transformó la atención de los familiares de las víctimas y la forma en que se buscan responsabilidades
«El mayor trauma en el desastre de la DANA se puede dar por la falta de apoyo, la soledad y el aislamiento»
Aquel martes 19 de febrero de 1985, amanecía nublado en el Monte Oiz (Vizcaya), el lugar que daría el nombre a una de las peores tragedias aéreas ocurridas en nuestro país. En su escarpada ladera impactó aquella fría mañana el avión Boeing 727 Alhambra de ... Granada, cobrándose la vida de 148 personas, 7 de las cuales eran parte de la tripulación y 141 pasajeros, algunos de renombre. De hecho, entre ellos figuraban personalidades como el que fuera ministro de Industria y Asuntos Exteriores con Franco, Gregorio López Bravo, el doctor José Ángel Portuondo, 'padre' del primer bebé probeta de la Seguridad Social o el ministro boliviano Gonzalo Guzmán Eguez, que iba a negociar la construcción de un ferrocarril en su país.
El pasaje, compuesto en su mayoría por profesionales y directivos de empresas, había madrugado para coger coger el avión aquella infausta mañana e ir y volver en el día. La aeronave, matrícula EC-DDU, de la compañía Iberia, realizaba el vuelo regular IB-610 (Madrid-Bilbao), y había despegado del aeropuerto de Barajas a las 7.47 horas, teniendo prevista su llegada al aeropuerto de Sondica a las 8.35 horas. Era el primer viaje de la jornada de la tripulación y no había ninguna evidencia o anormalidad en la preparación previa de un viaje que en teoría debía durar apenas una hora.
A las 8:07 comenzaron las conversaciones del copiloto con Operaciones de la compañía en destino para informar de los datos del vuelo, dar la hora estimada de toma de tierra y recabar información meteorológica del aeropuerto. Faltaban apenas unos minutos para tomar tierra en el aeropuerto de Sondica. La aeronave voló los últimos 57 segundos por debajo de la altitud establecida para la maniobra de aproximación que estaba realizando y a las 8:22:07 horas, la Torre de Control del aeropuerto de Bilbao tuvo el último contacto con el avión, que chocó con una antena de televisión vasca con el ala izquierda y parte inferior del fuselaje, para posteriormente sufrir otros impactos contra el terreno.
Hasta cuarenta minutos después no hubo confirmación del suceso pero sin embargo, desde los primeros instantes, sí abundaron las suposiciones o las teorías, entre las que se barajaron la posibilidad de un atentado de ETA o el estado anímico de la tripulación… Pero, como en casi todos los accidentes aéreos, fue un cúmulo de varias circunstancias las que configuraron el desastre. En este caso la causa, tal y como quedó reflejada en el informe de la Comisión de Investigación de Accidentes de Aviación Civil, fue «la confianza en la captura automática del sistema de alerta de altitud, la incorrecta interpretación de sus avisos, así como un probable error de lectura del altímetro (entonces de tambor y aguja), que hizo que la tripulación volase por debajo de la altitud de seguridad, colisionando con un soporte de antenas de televisión (sin registrar en las cartas de navegación), que le hizo perder el plano izquierdo, precipitándose contra el terreno sin posibilidad de control».
Fallos latentes
Desde esta catástrofe, la última de Iberia, la filosofía en la búsqueda de responsables ha variado sustancialmente, poniendo el foco en entender qué ha ocurrido para corregirlo. En el caso de la tragedia del Monte Oiz, rememora Maríluz Novis, psicóloga sanitaria, experta en Psicología Aeronáutica, socia fundadora y actual vicepresidenta de la Asociación Española de Psicología de la Aviación (AEPA), «se hablaba de que la tripulación perdió conciencia de la altitud y que las cartas de navegación no eran correctas. Lo que puedo asegurar es que desde entonces no se entiende que un accidente sea por una causa aislada debida a un error de un piloto o de un operario. No es concebible que en una organización de alto riesgo, por la acción de una sola persona –insiste–, se produzca una fatalidad de esta índole. Siempre hay fallos latentes o errores sistémicos que están detrás».
De hecho en la actualidad, expone esta profesional, «cuando ocurre una tragedia de estas características, sabemos que hay que hacerse muchas preguntas del tipo: ¿Cómo era la programación en su compañía?; ¿Se gestionaba bien la fatiga?; ¿Había procesos de selección rigurosos?; ¿Tenían los recursos necesarios?; ¿El sistema contaba con las necesarias defensas?. Esto es fundamental y ha cambiado en cuarenta años de una manera definitiva».
Otra de las cosas que han cambiado de forma radical desde el accidente del Monte Oiz, es el cuidado a la salud mental de los familiares de las víctimas. En aquella ocasión, la constatación de los hechos cayó entre los más allegados como una losa, pero ninguno recibió atención psicológica, algo que ahora es impensable porque está «totalmente procedimentalizado», asevera esta psicóloga sanitaria. Novis, que hasta hace poco ha sido directora Clínica del programa de apoyo a pilotos del SEPLA, PAPI, recuerda el accidente como si fuera ayer.
«En aquel momento trabajaba en Seguridad de Vuelo. Pude ver cómo mi jefe, que era el responsable de este área, cogía su maletín y se iba a trabajar al Monte Oiz, sobre el terreno. Al volver estaba en shock por lo que había visto, fue terrible. Quizás se desplazase también algún asistente social, pero no había, que yo tenga constancia, programas destinados a ofrecer este tipo de atención». La realidad, reconoce, es que «el punto de inflexión para organizar procedimientos de primeros auxilios psicológicos a familiares a víctimas y sus familiares lo marcó la riada del camping Las Nieves de Biescas, el 7 de agosto de 1996».
Ahora todas las compañías aéreas, sin excepción, confirma esta experta, «tienen programas de apoyo a víctimas y familiares en casos de accidentes, los protocolos están muy establecidos y aún así hay que estar siempre preparados para lidiar con el caos de los primeros momentos, pero ya no es esa improvisación de: 'vamos allí, a ver lo que podemos hacer'… Cuarenta años dan para mucho», concluye.