Benedicto XVI, el Pontífice que impuso la «tolerancia cero» con los abusos sexuales
Fue el primer Papa en reunirse con víctimas de abusos y también se significó en apartar a los clérigos implicados, sin distinción de su rango
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«¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, debería estar entregados al Redentor!». Las duras palabras que resonaban en el Vía Crucis en el Coliseo —mientras Juan Pablo II las escuchaba desde su capilla, ocho días antes de morir— eran del cardenal Ratzinger.
El entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe se atrevía a denunciar en público, y en un momento tan simbólico, una cuestión que, por su oficio, conocía a la perfección. Entre líneas, todos entendieron que con aquella «suciedad» en la Iglesia y en el sacerdocio se refería a los abusos sexuales del clero, a los que calificaba como «traición».
Diecisiete años después, la referencia puede parecer vaga, casi infantil, pero conviene recordar que se vivían unos momentos en que se optaba por lavar los trapos sucios dentro de casa y la frase de Juan Pablo II a los obispos norteamericanos —«la gente debe saber que en el sacerdocio y en la vida religiosa no hay lugar para quienes dañan a los jóvenes»— se había considerado como una condena total a los abusos.
Desde Doctrina de la Fe, Ratzinger conocía a la perfección todos los casos que habían llegado al Vaticano hasta ese momento, pero el entorno directo de Juan Pablo II —apegado a la posición de silencio para «no dañar a la Iglesia» e incluso involucrados personalmente en algún caso de encubrimiento— habían parado todas las medidas propuestas.
Muerto Juan Pablo II, Ratzinger recuperó aquellos informes y los llevó a una de las sesiones de los novendiales previos al cónclave. Fieles al voto de silencio, los cardenales no quisieron hacer ninguna observación a la salida, pero no hacía falta. Sus rostros evidenciaban los horrores que habían escuchado sobre su propio clero.
Aquellas vicisitudes, que le tocó vivir a Ratzinger como cardenal, eran reconocidas en 2016 por el Papa Francisco en 2016 en una rueda de prensa a bordo del avión papal: «El cardenal Ratzinger —un aplauso para él— es un hombre que tuvo toda la documentación. Siendo Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe tuvo todo en su mano, hizo las investigaciones y llegó, y llegó, y llegó... y no pudo ir más allá en la ejecución».
Condena a Maciel
Por fortuna, los impedimentos para no «ir más allá», se acabaron cuando Benedicto XVI fue proclamado Papa, quien desde un primer momento comenzó a dar pasos para resolver la situación, Pocos repararon en que, en su primera visita a Santa María la Mayor, no saludó públicamente al arcipreste, Bernard Law, el cardenal que había encubierto los abusos en Boston y al que Juan Pablo II había sacado de la diócesis, para llevarlo hasta Roma y evitarle los procesos en Estados Unidos.
Fue solo un gesto, pero significó el inicio de un proceso que ya no se frenaría. Rescató todos los informes y encargó a su sucesor en Doctrina de la Fe, el cardenal Levada, que les diera curso. Muchos casos estaban ya prescritos y, fiel a la ley, solo pudo apartar a los acusados de sus labores pastorales.
En otros, como en el caso de Marcial Maciel, buscó el resquicio legal para condenarle. Prescritos los abusos, Benedicto XVI se acogió al delito eclesiastico de solicitación en la confesión, para obligarle a llevar una vida retirada y a que renunciara «a todo ministerio público».
Comenzaba una renovación en la Iglesia que según el teólogo Rafael Felipe Freije, de la Universidad de Comillas, iba a implicar cambios en tres aspectos: «1) desvelar, manifestar, no ocultar; 2) ejercer la justicia con responsabilidad y buscar mecanismos canónicos que eviten esas situaciones de nuevo; 3) escuchar, curar, sanar y pedir perdón».
En este sentido, fue el primer Papa en reunirse con las víctimas de abusos. Fue en 2008, en su viaje a EE. UU. y de la mano del cardenal Sean O'Malley, paladín de la lucha contra esta lacra, después de asumir la difícil tarea de sustituir a Law en Boston y limpiar toda la «suciedad» que había dejado en la diócesis.
En la nunciatura de Washington, escuchó las historias personales de un pequeño grupo. Un gesto que dio pleno sentido a sus palabras de ese viaje, en el que mostró su «vergüenza» y condenó «el dolor y el daño producido» por los abusos, a la par que recriminaba a los obispos su pésima gestión.
Benedicto XVI también se significó en apartar a los clérigos implicados, sin distinción de su rango. Ya había adelantado a los periodistas que «quien es realmente culpable de pederastia no puede ser sacerdote». Según Hans Zollner, el jesuita experto en la lucha contra los abusos, el Papa emérito redujo al estado laical a más de 400 sacerdotes en los dos últimos años de su pontificado. También sancionó a eclesiásticos de alto rango, como al cardenal McCarrick, al que ordenó su retirada de la vida pública y a quien, años más tarde, Francisco acabaría expulsando del sacerdocio.
Cambios jurídicos
En 2010 también promovió la modificación del ordenamiento jurídico para favorecer la denuncia y sanción de estos delitos. Aparte de simplificar los trámites para los juicios, aumento el plazo de prescripción canónica de estos delitos, hasta veinte años después de que la víctima cumpliera los 18 años.
Además, ordenaba a las Conferencias Episcopales que elaboraran unas «Líneas guía» para tratar los casos de abusos. Unas indicaciones, que por desgracia, no todas atendieron en aquel momento, y que obligó, diez años más tarde, a que Francisco obligara a la creación de las oficinas diocesanas.
Una clara lucha contra la lacra que asola a la Iglesia católica, que trató de ser empañada en sus últimos años de vida, ya jubilado. Primero, por la mala interpretación de un extenso artículo publicado en una revista teológica bávara en la que relacionaba los abusos con el «colapso moral» de la sociedad a raíz de la revolución del 68.
Algunos medios interpretaron aquellas palabras como un intento de justificación, cuando en la práctica eran un ejercicio de autocrítica en que señalaba la relajación de los seminarios, incapaces de hacer una adecuada selección del clero, y en los que se había instalado una abierta «cultura homosexual».
El segundo, este mismo año, cuando el informe encargado por la diócesis de Múnich, de la que fue arzobispo, le acusaba de haber tenido conocimiento de un abuso y no haber actuado. Benedicto XVI reconoció estar presente en aquella reunión, pero rechazó la acusación y presentó un informe de 94 páginas sobre su actuación esos años al frente de la diócesis. También se mostró dispuesto a declarar en el juicio, previsto para 2023.
Unas cuestiones que, de ninguna manera, borran su labor para resolver el problema de los abusos, que allanó el camino a su sucesor, Francisco, que en aquella rueda de prensa le llegó a definir como «el valiente que ayudó a tantos a abrir esta puerta». Una posición firme de «tolerancia cero» para acabar con este estigma que marca en la actualidad a la Iglesia católica.
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