Reloj de arena
José Ruiz de la Peña: Pepe El Polaco
Era un adolescente eterno, con una bonhomía más propia de un convento que de los tablaos que pisaba

Los primeros botines de «bailaó» que tuvo como profesional tras su paso por la academia de Enrique El Cojo se los regaló Tony Benítez, que también aprendía por allí a dar sus «pataítas». Y dicen que estaba para comérselo. Porque Pepe El Polaco, ... el esposo de aquella belleza animal que derrochaba La Polaca, era guapo, jechuroso, maqueón y reservado.
Yo lo conocí pretendiéndolo para una entrevista en sus últimos años en la Caridad. Y todavía tengo los ojos cerrados del láser que despedían sus zapatos, unos Castellanos al que le debían de haber pasado el cepillo como si en vez de ir al Puerta Grande de su amigo Antonio Donaire, El Morito , fuera a ver al Rey de España.
Hace poco más de un mes, la Polaca lo llamó, para que la acompañara en los tablaos del cielo, donde tenían aún cosas que contarse de sus juergas en los Canasteros de Madrid, de sus noches en Caracas con Carlos Andrés Pérez, de aquel día en el Casino de Montecarlo con Los del Río, de la noche rociera donde se puso loco de contento con el caballo que le prestó Alvarito Domecq y se lo robaron en la puerta de la casa de Manolo Prado…
Bailó por medio mundo en la compañía de Antonio Gades. Pero puntualiza Manolín Herrero (otro que no es que tenga un reloj, tiene el Big Ben para él solito) que se estrenó como profesional en El Guajiro. Desde entonces, derrochó esencias en los tablaos más exigentes y en las fiestas privadas más exclusivas. Tiene la memoria de Pepe El Polaco letra y música como para tres libros de coro de la Catedral. Una vida alegre, ligera, inagotable, con toda la nocturnidad del mundo y sin alevosía alguna . Porque Pepe El Polaco era un adolescente eterno, con una bonhomía más propia de un convento que de los tablaos que pisaba, cariñoso y ocurrente.
«Tras bailar en el Guajiro, entró a formar parte de la compañía de Antonio Gades, con el que bailó por tablaos nacionales e internacionales»
Rafael el de los Del Río se acuerda de una corrida de rejones que fueron a ver. A caballo, Alvarito y su padre. Y estuvieron ambos de lujo con pedrerías. Cuando Alvarito hincó el rejón en su sitio, Pepe El Polaco dijo: «no duele ná eso…». Antonio, la otra voz mágica e internacional de Los del Río, recuerda una noche en el hotel París de Montecarlo, donde trabajaron en una fiesta cumbre, maravillosa: la fiesta de la rosa. Cuando terminaron se fueron Antonio, Rafael, La Polaca y Pepe El Polaco al casino. Tenían la de Ubrique fosilizada, tiesos como sábana en almidón. Y Pepe soltó: « ¿a qué vamos al Casino, a jugarnos el almanaque? »
Los mejores días de su calendario vital pudieron darse entre las noches en los Canasteros de Manolo Caracol y las veladas en el dólar del restaurante La Polaca en Venezuela. En los Canasteros, con Manolín Herrero, vio cómo se cayó de una benéfica en Torrijos (Madrid) el mismísimo Camarón, en un cartel potentísimo: Curro Vázquez, Antoñete, Curro Girón, El Taranto… Aquella noche estaban todos puestos para la alegría y Manolo Herrero se apuntó a sustituir a Camarón.
Torero
Con el madrugón en lo alto y muchos kilos en la papa de la fiesta, se fueron a buscar a casa del Polaco un traje de bailarín para que Manolo se vistiera de torero al día siguiente. Cuando Manolín se dio cuenta de dónde se había metido, siguió como un valiente por derecho y toreó… una cabrita. Como una cabra se subió a una de las mesas del restaurante La Polaca en Caracas el mayor monopolista de la gracia, el arte y el desahogo: Picoco . Estaban subiendo la tarde por las escaleras de color del póquer. Y entre Los del Río y Pepe le dieron a Picoco motivos para arañarse la cara y subirse al Everest. Lo desplumaron mano tras mano. Y con el arrebato en la barriga, Picoco se puso justo donde el centro floral y se cargó la mesa. Pepe le dijo: «ya no vienes más a Venezuela que me partes el mobiliario».
Con un dos de bastos le pegaron en el alma una noche en el Rocío cuando le robaron el caballo que Alvarito Domecq le prestó. Mala noche le dieron y le metieron los gatos que nunca tuvo en la barriga. El caballo apareció al día siguiente en la marisma. De la alegría se bebió Doñana pero con sabor a güisqui .
«Después de una fiesta en Montecarlo, él, la Polaca y Los del Río se fueron al casino. Pepe les preguntó: ¿Qué nos vamos a jugar, el almanaque?»
Pepe no era trompetero, ni soplón. Bebía lo justo. Pero se mareaba pronto si se pasaba de frenada. Aquel día tuvo motivos para no frenar ni en los stop. Y se propuso desquitarse del disgusto de la noche anterior. Cuando salió de la casa de Manolo Prado y Antonio Rey Rodríguez, el hombre del cine de la época, se llevó un sombrero a modo de vendetta. Porca miseria, el sombrero era de su amigo Antonio Rey… uno de los dueños de la casa.
Los últimos años de su vida se acogió a esa casa generosa, grande de corazón y de reglas venerables, que está al principio de Temprado, en el cruce con la calle Santander. Movieron los papeles Antonio Donaire, Los del Río y Antonio Filpo . Allí fue donde me deslumbraron sus brillantísimos zapatos Castellanos.
Quedaron atrás los días de oro. Para que brillara la purpurina de la amistad de los que nunca le abandonaron. Con El Morito, con Antonio y Rafael y con El Tarugo se pegaba sus tertulias en Puerta Grande. La puerta que se mereció un polaco tan trianero como él…
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