Crítica de Lúa Vermella: El monstruo marino
«Lois Patiño sabe filmar esos paisajes, como ya demostró en su anterior largo, «Costa da morte». De hecho, es mejor paisajista que dramaturgo»

Lois Patiño es uno de los rutilantes nombres de ese « nuevo cine gallego » que cada vez parece menos un deseo colectivo que una objetiva realidad, al menos en el circuito festivalero. Ahí ha triunfado ya con esta «Luna roja» en donde su ambición le lleva a meterse en el charco (la frase viene a cuento porque esta es una película de agua y de potentes imágenes inefables, a lo Tarkovski ) de acometer el más difícil modo literario de llevar a la pantalla: el del realismo mágico. Claro que si hay un sitio en donde puede alumbrarse tal criatura es en Galicia, como se demuestra en algunos trechos de esta película.
Patiño sabe filmar esos paisajes, como ya demostró en su anterior largo, «Costa da morte». De hecho, es mejor paisajista que dramaturgo y su riguroso concepto de «dirección de actores», trabajar con no actores y pedirles que no actúen, solo que presten sus rugosos rostros y sus rígidas posturas inmóviles, es la fuente de magia que antes se acaba secando en la película: de «tableaux vivant» pasamos a «film dormant».
Cuando además aparecen tres macbetianas brujas (ya saben, « haberlas haylas ») y se dedican -cual Christo- a envolver en blancos sudarios a los personajes-estatua, la película crea de nuevo un atrevido efecto visual que se prolonga demasiado. Pero la imagen final del desfile de los personajes envueltos, ¿ecos de la santa Compaña?; esa roca que parece un cetáceo de boca abierta como el monstruo marino que comparece al final; o los planos de la presa, en los que juega con la escala diminuta de la figura humana; aportan de sobra esa magia, ese misterio, que quiere suscitar.
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