PINCHO DE TORTILLA Y CAÑA
La vida sigue igual
La diferencia es que ahora ya no hueles a alcanfor por escuchar sus canciones, sino por defender la igualdad de todos ante la ley
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En la imagen que nos devuelve cada día el espejo apenas envejecemos. Crecemos creyendo que solo se hacen mayores los demás. Su cambio de aspecto es lo que nos ayuda a medir mejor el paso del tiempo. Julio Iglesias cumple 80 años pasado mañana y ... yo no me veo muy distinto de cuando le conocí, en 1970, en el salón de mi casa. Su padre y el mío eran amigos. Antes de convertirse en papuchi, él fue el ginecólogo que asistió a mi madre cuando nació mi hermano pequeño. No tengo ni idea de la razón que le trajo a casa pero ya había ganado el festival de Benidorm y era un cantante conocido. Le dejamos una guitarra más pequeña de lo normal –la única que teníamos– y nos cantó 'Gwendoline' antes de acudir al festival de Eurovisión. Todos aplaudimos como fieras. Cuando se establece un vínculo personal como aquel es muy difícil que la simpatía no se traduzca en admiración. Y, para un adolescente como yo, eso era todo un problema: Julio, entonces, ya iba camino de convertirse en el ídolo de la gente de derechas.
Había jóvenes de mi época que se chutaban en vena canciones de Joaquín Díaz o José Antonio Labordeta para que nadie pusiera en duda su filiación política. Julio Iglesias era la antítesis de la rebeldía que ellos defendían, el hijo formal, incapaz de romper un plato, con el que soñaban las madres crecidas en el franquismo; el prototipo de yerno perfecto, la antítesis del beso del infierno que cantaba Serrat en 'Señora'. A mí Serrat me gustaba mucho. Me sabía de memoria todas sus canciones. También me gustaban Lorca y Miguel Hernández, y aunque no sabía demasiado de lo que pasó en Suresnes, 'Isidoro' tendía a caerme simpático. Claro que nada de eso me llevó a pasear nunca con la melena despeinada, vestido de pana, luciendo 'El País' debajo del brazo. En aquella España de las dos orillas yo me movía al lado de la gente que, poco después, acabó leyendo 'El Mundo', escuchando la Cope y animando al Madrid.
La Transición nos había juntado a todos, pero no nos había mezclado, y desde entonces tuve claro que el cometido histórico de mi generación era acabar para siempre con aquella dicotomía de zurdos y diestros, de labordetistas e iglesistas, que alimentaba el sectarismo de las capillitas incomunicadas en que había devenido la vida política española. Me molestaba tanto lucir en el lomo la letra escarlata con que los miembros del otro rebaño marcaban a los del mío que me propuse declararle la guerra a cualquier resabio de guerracivilismo que se tropezara conmigo. Ni que decir tiene que el fracaso fue estrepitoso. Julio Iglesias cumple 80 años y la vida sigue igual. La diferencia es que ahora ya no hueles a alcanfor por escuchar sus canciones, sino por defender la igualdad de todos los españoles ante la ley. O eres un borrego que le haces la ola a Sánchez o te tildan de golpista y se quedan tan anchos. Pincho de tortilla y caña a que si Labordeta levantara la cabeza les dedicaba una canción protesta.
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