EL ÁNGULO OSCURO
Bella del Señor
Carmen Sevilla no tuvo la suerte de que la celebrara ningún poeta de imagen en vilo
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Luis María Anson acaba de recordar en un conmovedor y lacónico artículo que al gran Vittorio de Sica Carmen Sevilla le parecía más guapa que Sophia Loren, Brigitte Bardot y Catherine Deneuve. Y, en efecto, Carmen Sevilla era más guapa que todas ellas por ... una sencilla razón: tenía mejor calavera, que es el andamio de la belleza; y sobre esa calavera soberbia descansaban unos rasgos dulcísimos y una sonrisa que detenía la órbita de los planetas. Era la suya una belleza a la vez popular y celeste, que le valía lo mismo para encarnar a una jacarandosa moza de taberna que a una afligida mujer patricia. Pero Carmen Sevilla no tuvo la suerte de que la celebrara ningún poeta de imagen en vilo; y tuvo que conformarse con que la adularan los escritores rijosillos de su generación, una panda de franquistas vergonzantes que encomiaban sus «muslos frescos de lavandera», su «atractivo espectacular y palpable», sus «rodillas que, cuando las junta, semejan dos caritas de niños con hoyuelos».
Dan grima estas ganas de palpar, esta fijación por los muslos y las rodillas de la mujer en cuya sonrisa se congregaban todas las mañanas jubilosas y todas las noches vibrantes desde que se fundó el mundo. Luego todos estos franquistas vergonzantes se volvieron repentinamente rojos, repentinamente melenudos (aunque alopécicos) y rapsodas del destape. Y como Carmen Sevilla no se destapaba ni a tiros y siguió siendo franquista sin vergüenza, empezaron a motejarla de cateta y «vecindona ágrafa» por despecho (pues ninguno pudo catarla). Cuando almuerzo con el magnífico Luis María Anson (siempre invita él, derrochón de su peculio y de su genio sin igual) le pido que me cuente anécdotas de la amiga con quien espera reunirse pronto en el cielo. Así he sabido que, allá en su juventud, Anson logró que Carmen Sevilla le concediera una entrevista en su casa, aprovechando que su marido se había ido de viaje. La actriz lo recibió en bata y lo llevó hasta su alcoba… para mostrarle un altarcillo que había mandado hacer, en honor a la Virgen, muy bellamente engalanado y con unos reclinatorios en los que se arrodilló devotamente, obligando a Anson a hacer lo propio. Y, después de rezar ambos unas avemarías, Carmen Sevilla dijo, pizpireta y párvula: «Y ahora, si te parece bien, vamos a hacer esa entrevista».
Yo nada envidio tanto como esas avemarías deliciosamente cándidas a la vera de Carmen Sevilla. En su artículo reciente, Anson contaba que Carmen Sevilla le pedía que le recitase poesías; y que nada le impresionaba tanto como unos versos de Pemán escritos a la muerte de su esposa: «Porque lo mandas y quieres / porque es tuyo mi dolor... / ¡Bendita sea, Señor, / la mano con que me hieres!». Es natural que a la más bella mujer que ha pisado la faz de la Tierra le gustasen aquellos versos sublimes. Y es natural también que en un país de chaqueteros y reprimidos no hallase el juglar que supiese cantar tanta y tan irrepetible belleza. Descansa en paz, Bella del Señor.
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