LA TERCERA
Setecientos años de México-Tenochtitlán
Al cumplirse los 700 años de la fundación de una de las ciudades más viejas del mundo, se volverán a escuchar los reclamos de perdón en nombre de la judicialización de la historia
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Fracasados los intentos de festejar los 700 años de la fundación de México–Tenochtitlán en 2021 para que coincidiera con los 200 años de la independencia, la cosa quedó, para el Gobierno mexicano, en que en aquel año se festejó «la fundación lunar» de la ... ciudad y en 2025 se celebrará, oficialmente, su fundación histórica en la fecha que cuenta con el mayor respaldo de los especialistas, mismos que abochornaron al expresidente Andrés Manuel López Obrador y a su equipo, por andar jugando a la astrología.
Se cumplen 700 años de la fundación de aquella ciudad por las tribus venidas del norte y transformadas en los belicosos aztecas que allí erigieron su imperio; de la enorme urbe que emocionó al cronista Bernal Díaz del Castillo (o a quien haya escrito su polémica historia verdadera) y que fue, para empezar, una maravilla de ingeniería hidráulica, al grado que cuando Hernán Cortés culminó su hazaña el 13 de agosto de 1521, los españoles hubieron de mudarse al sur, a Coyoacán, porque la falta de mantenimiento, durante la guerra de Conquista, de los canales 'venecianos' de la Gran Tenochtitlán había desatado una mortífera pestilencia.
La posterior decisión de Cortés de regresar a la ciudad destruida y fundar sobre ella, otra, no es habitual entre los conquistadores y para algunos historiadores, se trató de un gesto cesáreo que implicaba la continuidad entre los emperadores aztecas (sobre todo Moctezuma II cuya privanza con el gran capitán es y será un misterio) y el propio conquistador. Cortés está humildemente enterrado, tras la legendaria aventura póstuma de sus huesos, en un rincón un tanto 'kitsch' de la capital, en el templo del Hospital de Jesús Nazareno que pocos turistas y pocos mexicanos frecuentan. Si me llega un visitante con ansías de conmemoración le buscaré una visita guiada a ese rincón de la Ciudad de México donde yacen sus restos.
No tuvieron mayor éxito los dislates antiespañoles de López Obrador porque la mayoría de los mexicanos estarían de acuerdo con Miguel León-Portilla, el patriarca de la memoria de los mexicas, cuando dijo que «el mexicano que odia a los españoles se odia así mismo». En la izquierda se lamentó, en voz baja, que el presidente pusiera por encima de su empatía ideológica con el PSOE y sus aliados que gobiernan en Madrid, sus rancios prejuicios, lo cual devino en la grosería de no invitar al Rey a la toma de posesión de la primera presidenta del país, acto que, según las encuestas, disgustó a la mayoría de los mexicanos, no pocos de ellos votantes de Morena. Quizás, será que, como decía Octavio Paz, «México nunca se consoló de dejar una monarquía».
El antiespañolismo que grita, desde el Quinto Centenario de 1492, «¡Colón al paredón!» sólo esta presente en la muy influyente izquierda universitaria y en las sectas indigenistas, pero importa poco a la mayoría de los mexicanos, convencidos de que somos mestizos. Si está es verdad sociológica o alucinación ideológica, lo debaten los expertos, al menos, desde mi juventud. La actual presidenta, siendo alcaldesa de la Ciudad de México, mandó retirar, en la víspera del 12 de octubre de 2020, la estatua de Cristóbal Colón de su lugar privilegiado en el paseo de la Reforma, para que duerma el sueño de los justos en algún almacén, dizque en restauración.
La rabia anticolonial suele dirigirse, por acá, contra la Conquista y sus recuerdos o monumentos. En nada vale que los académicos lleven ya algunos años estudiando al «indígena conquistador», es decir, a los miles de aliados nativos de Cortés. Se repite, a veces hasta recurriendo a la sorna, que, en México, los Domínguez, los López González o los Ruiz, en todo caso, somos descendientes lejanos de los conquistadores andaluces del siglo XVI o de los asturianos de las siguientes centurias, «viajeros de Indias» como los llamó otro insigne historiador (José Luis Martínez), y no de quienes se quedaron en España, a cuyo Rey, el expresidente le pidió una disculpa por crímenes que en menor o mayor medida siguieron siendo usuales durante el virreinato y también durante la república, central o federal, a lo largo del siglo XIX. El indio Benito Juárez fue un liberal antiindigenista y su enemigo Maximiliano de Habsburgo, el primer (y acaso el único) gobernante de México que quiso aprender náhuatl y contrató a un sabio nahuatlato para ser instruido en esa hermosa lengua. La Revolución de 1910, igualmente, abandonó a los indígenas, utilizándolos como símbolos nacionalistas y deseando discretamente que desaparecieran, integrándose a su idea de modernidad.
Los llamados «usos y costumbres» de las actuales etnias serían tan interesantes o extravagantes para los súbditos de Moctezuma II como lo son actualmente para los antropólogos o los activistas, porque se forjaron en esa nueva nación, creadora, a lo largo de los tres siglos de la mal llamada «colonia», de un tipo inédito de fe comunitaria basada, más en la mariolatría que en el cristocentrismo, gracias a que los llamados naturales abrazaron fervorosamente el culto a la Virgen de Guadalupe.
Sí, la ciudad que cumplirá 700 años fue conquistada a sangre y fuego por los aliados de Cortés, quienes vieron en el codicioso y genial advenedizo el arma para deshacerse de los crudelísimos aztecas, como lo prueba, tras la caída de México–Tenochtitlán en 1521, la ausencia de grandes rebeliones indígenas en la Nueva España, a diferencia de lo ocurrido en el Perú. Nadie extrañó, por ineficaces, a los dioses defenestrados y gracias a la conversión (que siempre es, también, una forma de violencia) estos reaparecieron, reconfigurados, en el santoral católico. Sí, se conquista a sangre y fuego. Así fue como Julio César se hizo de la Galia. Pero, de París a Roma, no he oído al Elíseo exigirle disculpas al Quirinal por aquello que se cuenta en 'La guerra de las Galias'. Más temprano, nació el pueblo francés; más tarde, nació a su vez, el pueblo mexicano. Así va la historia universal y por eso descreo de los pueblos originarios. Los hombres no somos árboles, como decía un poeta ruso, cuando sus «raíces» eslavas salían a cuento. Algunos americanos cruzamos el estrecho de Bëhring, otros venimos en naves vikingas y en canoas, desde la Polinesia. Atravesamos desiertos y selvas, después tocamos tierra en barcos y luego hicimos uso de los aeropuertos. La identidad –peligrosa como concepto– no deberían otorgarla esos equívocos, aristocratizantes y racistas derechos de antigüedad, sino la lealtad de los ciudadanos a una Constitución liberal y democrática, como dijo Habermas.
Al cumplirse, hacia el solsticio de verano de 2025, los 700 años de la fundación de una de las ciudades más viejas del mundo, se volverán a escuchar los reclamos de perdón en nombre de la judicialización de la historia. Y ya que en esas estamos, ¿a quién se la va a exigir que se disculpe en público con las herederas de las madres de los bebés, niños y niñas sacrificados a Tlaloc para que lloviese sobre una México-Tenochtitlán agobiada por la gran sequía que culminó en 1454, durante el reinado del primer Moctezuma?
Me temo que yo ya tengo mi respuesta. Hace tiempo, en una discusión, le pregunté a una antropóloga ansiosa de «memoria histórica» quién, en ese caso, debería pedir perdón. Me contestó que «el instinto maternal» era una invención del patriarcado occidental y que esas mujeres entregaban gustosas a sus hijos a ese «holocausto para aplacar la furia de los dioses», como lo llamó López Luján, actual guardián del Templo Mayor y quien ha heredado el testigo del linaje de los grandes arqueólogos mexicanos.
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