Después 'Naide'
Función de Navidad
La función de Navidad del colegio constituye un ritual poderoso de la paternidad en el que confluyen-como en pocos momentos de la vida-, el hijo siendo tan hijo y el padre, tan padre
Honor al Rey que puso la cara
Requiém por un empotrador

Hace unas semanas que lo veíamos frente al espejo moviendo las manos y moviéndolas sobre la cabeza, agachándose, levantándose de golpe en un salto fenomenal, haciendo el molinillo con los puños. Si uno le preguntaba por lo que estaba haciendo, Javier, el pequeño de los ... tres, interrumpía su baile en seco y se ponía a otra cosa, disimulando. Aunque tengan cuatro años, los niños guardan el secreto de la coreografía de la función de Navidad del colegio como si fueran de la CIA. Por lo general los padres vamos uniendo las piezas de los pasos que les calamos e intentamos hacernos una idea de cómo será la cosa un poco como los arqueólogos reconstruyen un eslabón perdido a través de restos inconexos de ADN encontrados en un fémur. Los padres y abuelos han llenado el salón de actos hasta la bandera y se revuelven en la butaca con el abrigo del entusiasmo doblado sobre las rodillas como si fuera a salir a cantar Paul McCartney o Karol G. en lugar de los de segundo de infantil. Cada vez que se abre una puerta al fondo de salón, se vuelven por si son ellos y se dicen «¡Mira ahí vienen!» Su madre ha cosido en la camiseta de Javier unas estrellas verdes y brillantes con un pespunte de guirnalda. El flequillo, rebelde, le cubre los ojos y el conjunto le confiere un aspecto entre un Beatle rubio y un árbol de Navidad de los baratos. El villancico cuenta la historia de una estrella sin nombre y sin luz que un día sirvió de guía hasta el lugar en el que nace Jesús. El niño ejecuta los pasos de manera aplicada aunque con ademán de trámite, pues lo que parece importarle de verdad es encontrarnos entre la gente. Las profesoras que bailan en la parte delantera del escenario con impulso de discotecas de otro tiempo, nos han advertido de que los padres no debemos llamar la atención de los niños para que nos encuentren, pues pierden el hilo de la actuación. Me tendría que disparar un francotirador ruso entre las cejas para que, al ver a mi hijo buscándome en la penumbra del salón de actos de la función de Navidad, no mueva los brazos como el náufrago que de pronto ve, a lo lejos, un barco. El niño nos localiza entre el público pese al contraluz de los focos, me devuelve el saludo, sonríe, hace una seña y se dirige entusiasmado al niño que baila a su lado. Tira de su manga y señalándome, le grita: «¡Mira, ahí está mi padre!»
Los padres y abuelos han llenado el salón de actos hasta la bandera
Tu padre va a estar aquí, ay, para siempre, pienso. O eso quiero pensar y lo logro por un momento. Por ese preciso momento. La función de Navidad del colegio constituye un ritual poderoso de la paternidad en el que confluyen -como en pocos momentos de la vida-, el hijo siendo tan hijo y el padre, tan padre. Ambos se encuentran en un fenomenal fogonazo en el momento en el que, buscándose en la oscuridad del teatro, se localizan, y en esa distancia algo que es común a todas las familias sean cuales sean sus condiciones. Hablo de una certitud de tenerse que sobrevivirá al paso de los días, a la rutina, las necesidades y el destino que algún día cubrirá sus hombros con el ala oscura de la desdicha. Pero hoy, todavía, no.
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