Vidas rotas en Bucha, la ciudad de cuento que se convirtió en epicentro del terror ruso
UCRANIA, UN AÑO DE GUERRA
Natalia Masnychenko perdió a su marido cuando estaba preparándose una taza de té en su cocina: «Cayó una bomba, murió en mis brazos...»
Especial | Un año de guerra en Ucrania

«Me llamo Natalia Masnychenko y estamos en Bucha, provincia de Kiev, la ciudad más bonita de Ucrania, el lugar por donde pasaban todos mis planes de futuro... Hasta que a las diez de la mañana [del 24 de febrero de 2022] llegaron los ... helicópteros rusos, treinta o treinta y cinco, no recuerdo bien... Empezaron a disparar, un horror». Así comienza su estremecedor relato esta viuda ucraniana, madre de dos hijos y joven abuela, a la que se le detuvo el reloj de su plácida existencia hace justo un año. «Ese día jamás lo olvidaré –recuerda a ABC–, ni tampoco el 3 de marzo, cuando asesinaron a mi marido».
La de Natalia es una más de las múltiples voces que ejemplifican el sufrimiento de Bucha, una ciudad al norte de la capital en la que se condensó todo el horror y el desconcierto de las primeras semanas de la guerra: tras las envestidas iniciales del Ejército de Putin, que llegó a las puertas de Kiev, el paseo militar que a muchos se les antojaba transitó hacia un veloz repliegue debido al contraataque feroz de los ucranianos a las columnas de blindados de las fuerzas rusas. Aquella retirada, a finales de marzo de 2022, dejó un reguero de cadáveres por las calles de Bucha; cuerpos maniatados, torturados y con tiros en la nuca en los jardines traseros de las viviendas; fosas comunes.
Bajar al sótano
Natalia trata de hilar como puede el relato de los peores días de su vida. «El primer día de guerra, mi nuera había salido por la mañana a trabajar, pero volvió a casa y nos dijo que había que bajar todo al sótano. Mi marido y yo nos sonreíamos: 'Qué va, no va a haber ninguna guerra'. Y de pronto vinieron esos helicópteros y empezaron a disparar. Todo era como en un sueño de terror».
Esta abuela reciente explica que, antes de que Bucha se situara en el mapa del terror (como Mariúpol, Zaporiyia, Jersón, Járkov...), «queríamos arreglar la casa para acomodarla y estábamos esperando el nacimiento de nuestra segunda nieta. Se llama Melanka, tiene 6 meses. La otra nieta tiene 3 años y se llama Sofia. La vida era maravillosa. Bucha era como un cuento de hadas...».
Con la ocupación rusa, comenzó una rutina atroz: «Nos instalamos en el sótano de nuestro edificio, donde no teníamos luz ni calefacción, dormíamos vestidos, sin quitarnos los zapatos... De hecho, teníamos miedo a quedarnos dormidos y debajo de la cabeza siempre estaba la bolsa. Lo único que me dio tiempo a recoger fue la documentación». Uno de los momentos más terroríficos para Natalia Masnychenko fue cuando se atrevió a subir a los pisos superiores. «Quería que me cambiaran el vendaje –en la segunda planta del edificio había un punto de primeros auxilios– y, al salir del sótano, veo que vienen los rusos en tres blindados. Me paralicé de miedo, no podía dar un paso para avanzar ni para regresar al sótano. Estaban mirando hacia nuestro edificio».
«Teníamos miedo a quedarnos dormidos y debajo de la cabeza siempre estaba la bolsa. Lo único que me dio tiempo a recoger fue la documentación»
Sin embargo, nada comparado al día en que enviudó, el 3 de marzo de 2022. «Mi marido se llamaba Maznychenko Vasyl Vasyliovych, era de origen ruso y antes de jubilarnos teníamos un negocio. Sobrevivíamos con una pensión mínima, a pesar de que él de profesión era soldador. Durante años trabajó en la recuperación de las instalaciones de la central nuclear de Chernóbil, pero los documentos que justificaban ese trabajo desaparecieron, así que empezamos a vender en el mercado algunos productos que cultivábamos y que fermentábamos, además de flores. Diría, sin exagerar, que era una persona de oro; no bebía, no fumaba, ahorraba todo para la familia, criamos a dos hijos maravillosos que fueron a la Universidad... En Bucha todos le querían».
«Vamos a calentarnos»
Y añade: «Aquel 3 de marzo, como desde el comienzo de la invasión, estábamos en el sótano con nuestro perro. Hacía mucho frío, había mucha humedad. Sobre las cuatro y media de la tarde, mi marido dijo: 'Vamos a subir a casa para tomar una taza de té y calentarnos un poco'. Yo le pedía que esperáramos, porque los bombardeos solían empezar a la caída del sol, entre las cinco y seis, y duraban hasta las dos o tres de la madrugada. Pero me dijo: 'Venga, vamos a calentarlos, que no aguanto más. Cuándo estábamos en la cocina, los rusos empezaron a bombardearnos. Un misil cayó en el tejado de un vecino. Nuestra casa tembló. Le dije: '¡Rápido, al sótano, hay que esconderse!' Bajé por delante, pero él se demoró y, en ese momento, impactó una bomba contra nuestra casa. Volví, estaba lleno de sangre y murió en mis brazos. Y sentí que yo me moría también. ¿Cómo pude perder a la persona que más quería en el mundo? ¿Por qué no le pude salvar?».
Mientras sus hijos y nietos salían de Bucha –«mi hijo salió por Irpin, y menos mal», Natalia Masnychenko decidió quedarse. «La vida durante la ocupación rusa era muy dura. Mi hijo decía que vendría a buscarme, pero yo no quería. 'Aquí están matando a la gente', le disuadía». Recuerda, a modo de siniestra retahíla a los vecinos y conocidos asesinados: «A un cliente nuestro que tenía las piernas amputadas, porque durante un tiempo luchó en el Donbass, le mataron. En la misma calle donde vivimos, asesinaron a una familia entera. También, a unos amigos de mi hijo, un matrimonio: entraron en su casa y acabaron con ellos, no se sabe por qué. A otros conocidos de mis hijos, tres jóvenes, les cogieron para cavar trincheras. A uno de ellos, que había luchado en el Donbass, le desnudaron; vieron los tatuajes y acabaron matando a los tres. Entraban en cada casa, sacaban a los hombres jóvenes y los mataban. A la salida de la ciudad, en las cunetas, había un montón de coches tiroteados y quemados, y cadáveres. Afortunadamente, mis hijos ya no estaban allí».
«Estoy mal, no me ayudan los tranquilizantes ni los psicólogos. Entiendo que mi mente debe calmarse, pero el cuerpo no aguanta todo esto»
Hoy, un año después del inicio de la invasión, Natalia Masnychenko describe para ABC cómo se siente: «Estoy mal, no me ayudan los tranquilizantes ni los psicólogos. Entiendo que mi mente debe calmarse, pero el cuerpo no aguanta todo esto. Me enfado mucho cuando me dicen que el tiempo cura. En realidad, no cura nada, nada... Si estuviera vivo mi marido, seguiríamos adelante. Pero me he quedado sola. Él me quería mucho, era para mí como un ángel guardián».
¿Y qué espera de la guerra? «Incluso mi nieta mayor sabe que nuestros enemigos, los bandidos, los rusos mataron al abuelo. Me da asco pronunciar esa palabra, rusos. Que se vayan al infierno».
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