ENTREVISTA
Albert Barbouth, judío sefardí que sobrevivió al Holocausto: «¿Perdonar? Mataron a 1.100.000 bebés»
Judío sefardí, pasó dos años oculto, pero fue cazado y deportado al campo de Drancy
Lo que vio le traumatizó para siempre: el testimonio del primer soldado que entró en Auschwitz

Han sido más de treinta minutos de emociones y alguna que otra parada para coger aire. Normal; la tensión por el recuerdo es potente y estrangula a pesar de que los campos de concentración quedaron atrás hace 80 años. Sin embargo, el rostro de ... Albert Barbouth, judío sefardí de 91 años y superviviente del Holocausto, se torna serio cuando toca, y la pregunta obliga.
–¿Cree que se puede perdonar?
–No, no es posible. Fueron 1.100.000 bebés muertos... Los mataron. ¡1.100.000! ¿Quién puede perdonar eso?
Él podría haber sido uno de ellos. Este simpático anciano que mira al infinito a través de unas gafas de pasta negras podría haber engrosado las listas de niños asesinados que custodian instituciones como el United States Holocaust Memorial Museum. Pero, lo que es la vida, su nacionalidad le salvó. Tras haber sido «cazado» y deportado al campo de concentración de Drancy, a un suspiro de París, Albert y su familia fueron repatriados a la neutral Turquía. Un golpe de suerte que, dice, no hace buenos a los verdugos. Aunque, antes de continuar, matiza unas palabras que sabe duras: «Las nuevas generaciones no son responsables de lo que hicieron sus padres. Se lo he dicho a jóvenes alemanes. No lo son».
Albert es un tipo cercano que sonríe mucho, y no es un decir: mientras tomamos asiento en el corazón del Centro Sefarad de Madrid, pide que le llamemos por su nombre de pila. Es un superviviente en muchos sentidos. Y para muestra, su jornada de este lunes: tras un viaje de locura desde Francia, ha acudido de buena mañana al Senado para celebrar el Acto de Estado en Memoria de las Víctimas del Holocausto. Luego le tocó una larga rueda de entrevistas. Es la dura responsabilidad que supone ser uno de los últimos testigos vivos de la barbarie nazi. «¿El antisemitismo? Estaba durmiendo, pero ahora se levanta de nuevo. Para las nuevas generaciones es difícil de comprender, por eso sigo hablando con jóvenes», añade.
Se tilda de «viejo», pero narra los pormenores de su vida con la viveza de un chaval. «Mi mujer dice que hablo mucho», bromea. No le hemos podido preguntar por ella, no sabemos si vive aún, pero parece un crimen cortar sus palabras. El bueno de Albert se ha preparado un resumen de su familia que se remonta hasta la época de los Reyes Católicos: «Mis ascendientes eran de esos judíos españoles que fueron expulsados de la península. Se fueron a Turquía». De ahí conserva el idioma, un español «de hace quinientos años».
Camino a Francia
Fue desde Turquía, «entre 1920 y 1922», cuando su padre se marchó a Francia; y sin saber una palabra del idioma. «Encontró trabajo. Le daban cajas de bombones y le decían lo que debía gritar para venderlos», añade.
Albert nació en junio de 1933 con promesas de una vida feliz, pero llegó la invasión nazi. «Como no era ni turco ni galo, mi padre se enroló en la Legión Extranjera y se fue a la guerra». La emoción le hace parar para coger impulso: «Regresó en 1941, pero dos meses después se murió y mi madre se quedó con tres hijos».
En la Francia ocupada, dice, vivió con inocencia infantil los decretos del Tercer Reich contra los judíos: «Cuando mi madre me cosió la estrella amarilla yo estaba contento. Era una decoración muy bonita». Pero aquella ilusión quedó hecha mil trozos al día siguiente. «En la escuela... Ya no tuve más amigos... Ninguno quería jugar conmigo. Me llamaban sucio judío y perro judío», completa. Y se detiene de nuevo, emocionado; los presentes le damos tiempo, también necesitamos coger aire. «Al volver entré en casa y le dije: 'No quiero ir más a la escuela'», finaliza.
Quizá por ello no le impactó que su madre le enviara a la comuna de La Celle-sur-Loire, en Borgoña, para protegerle. Estuvo oculto con una familia dos años. «Teníamos mucho de comer y de beber. Cuando no había carne mataban un cerdo, y, cuando este se acababa, mataban otro», evoca. Fueron buenos días, a pesar de todo, hasta marzo de 1944. Aquel mes de infausto recuerdo los nazis le detuvieron y le deportaron al campo de Drancy. «Desde allí partían los trenes para Auschwitz...». No necesita añadir nada más.
Pocos recuerdos le quedan de aquel infierno. Se sentía solo y perdido, olvidado del mundo. Pero, lo que son las cosas, allí volvió a toparse con su madre. Y, contra todo pronóstico, el pasaporte les salvó la vida: «Estuvimos en el campo hasta el 12 de abril. Nos metieron en un tren. Éramos 166. Era un tren normal, no de deportados. Viajamos por Alemania, Austria, Checoslovaquia, Bulgaria... Fueron nueve días hasta llegar a Estambul».
Albert no tiene mal recuerdo de aquello: «Vivimos bien». A partir de entonces, cada miembro de la familia tomó su propio camino. El suyo cambió cuando supo de las cámaras de gas. Desde ese momento se dedicó a recuperar la memoria de las víctimas y a contar en colegios la mecánica del exterminio. Aunque, admite, con algo de vergüenza. «¿Qué podía contar yo en comparación?». Por suerte, hoy está encantado de hablar.
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