El militar ‘rojo’ que desveló las matanzas de civiles organizadas por la Segunda República en la Guerra Civil
Joaquín Pérez Salas, comandante de Artillería, luchó contra los llamados ‘paseos’ perpetrados por los milicianos

Eran los primeros días de agosto de 1936 y no hacía ni un mes desde que el golpe de Estado había estallado. En esas andaba nuestra España, debatiéndose entre los unos y los otros, cuando el comandante Joaquín Pérez Salas entró en Bujalance ... . Debía detenerse en la pequeña localidad cordobesa para avituallar a sus hombres y poner a punto sus armas. La tarea no le llevaría más de dos semanas. El militar, del arma de Artillería, no auguraba ningún inconveniente. Los nacionales se hallaban lejos y todavía deberían pasar algunas páginas del calendario para entrar en combate. Parecía una jornada tranquila en el seno del ejército republicano. Una de las pocas, vaya.
Sin embargo, el destino le atesoraba una sorpresa. A eso de las seis de la tarde, bajo el exasperante sol andaluz, una dama le solicitó una audiencia. Su voz era temblorosa y sobre la mejilla brillaban lágrimas nacidas de la desesperanza. « Perdóneme usted, pero no tengo a nadie a quién acudir… », le explicó al buen oficial. De su boca salió después una historia que estremeció a los presentes. Una pesadilla que hablaba de la futura muerte de su marido en los ‘paseos’ republicanos; los fusilamientos perpetrados en mitad de la calle por las milicias populares. Salas se comprometió a salvaguardar la vida de su esposo y la del resto de presos de la cárcel local... Y cumplió su palabra.
El oficial fue uno de los pocos que se esforzó por detener las matanzas perpetradas en la retaguardia republicana durante la Guerra Civil. Un hombre dispuesto a «luchar contra quien fuera y contra todos», tal y como escribió Carlos López Serviá , uno de sus subordinados, tras el conflicto. «Don Joaquín –¡cuántos y cuántos hogares le recuerdan!– salvó cientos de personas de la muerte, sin conocerlas , y allí dónde estuvo no permitió lo que se conoce como ‘el paseo’. […] Como no lo toleró y, además, condenó públicamente tales actos, fue siempre considerado, tanto por los de izquierdas como por los de derechas, como ‘fascista’», desveló el mencionado soldado en el artículo ‘ Don Joaquín y los paseos ’, elaborado en los años setenta para la revista ‘Historia y vida’.
Aunque no hay duda de que Salas evitó decenas de muertes de reos a lo largo del conflicto, la realidad es que no fue el único. Su desconocida labor se sumó a la de personajes más populares como Melchor Rodríguez , el llamado ‘ Ángel Rojo ’. Este, por su parte, se enfrentó al gobierno republicano y a Santiago Carrillo salvando a miles de prisioneros nacionales. Hoy, ocho décadas después del final de la Guerra Civil, todavía resuenan en los libros su lucha contra las ‘sacas’ –las matanzas indiscriminadas de falangistas– y las no menos temibles ‘ checas ’ –edificios en los que, de forma clandestina, se sometía a perversos juicios a los enemigos del gobierno para, después, acabar con su vida–. Casi nada.
Don Joaquín
Vayan por delante los datos biográficos. Según explica el catedrático en Historia Contemporánea Pedro María Egea en ‘ Joaquín Pérez Salas: entre la defensa del orden republicano y la contrarrevolución ’, el oficial sevillano vino al mundo el 23 de diciembre de 1883. Eso implica que, cuando la Guerra Civil llamó a las puertas de España, superaba ya el medio siglo de vida. «Tiene una estatura de metro setenta aproximadamente, de pelo negro con alguna cana, ojos pardos, nariz gruesa, es muy miope y lleva gafas», explicaba el informe del proceso sumarísimo de urgencia al que se vio sometido tras el conflicto. En palabras del autor, fue uno de los artilleros que se alzó contra Miguel Primo de Rivera en 1929.
No hubo sorpresa, por tanto, cuando Salas se declaró contrario al golpe de Estado. Algo que uno de sus compañeros, el teniente coronel Antonio Cordón , explicó tras la Guerra Civil : «No podía clasificársele entre los militares llamados ‘leales provisionales’ ni entre los geográficos, o sea, de los que servían resignadamente en nuestras filas por haberse encontrado en lugares donde había triunfado el pueblo sobre la sublevación, pero que no sentían la causa popular». Para él era, sencillamente, un republicano convencido. La mayoría de los historiadores coinciden, además, en que era un oficial apolítico que jamás permitió banderas comunistas entre sus hombres y que rechazó a instituciones como el famoso Comisariado militar.
Serviá, por su parte, se deshizo en elogios hacia su superior en el artículo publicado para ‘Historia y vida’:
«Cuando recordamos una vida como la de don Joaquín Pérez Salas, lo que destaca, por encima de ser el número 1 de su promoción en la Academia de Artillería, de su valor, inteligencia, dominio de sus nervios… es la fuerza arrolladora de su espíritu. La rectitud dentro de las dificultades tan tremendas que la llamada ‘zona roja’ encerraba en sí, del comportamiento inflexible que se había trazado. Luchó contra todos. En particular, si quienes ordenaban o toleraban lo que en su criterio no se debía ordenar o tolerar era de superior categoría a la suya, ministros incluidos».
Autores como el mismo Egea son partidarios de que, desde los primeros momentos de la Guerra Civil, el comandante estuvo en contra de las barbaridades orquestadas por el Gobierno. Así lo corroboró su compañero, el teniente Manuel Entrambasaguas Peña : «Siempre se distinguió por evitar que se hicieran fusilamientos en masa y se dieran ‘paseos’ en las zonas a su mando». Estos últimos consistían en sacar a los presos de las cárceles y de sus hogares para asesinarles después a tiros en un lugar conocido. Félix Schlayer , el cónsul de Noruega que descubrió las matanzas de Paracuellos y cargó contra Santiago Carrillo por organizarlas, se refirió a ellos de la siguiente forma en su biografía:
«Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban los asesinatos nocturnos y contemplaban, con interés y con toda clase de comentarios, el "botín" de la cacería. Se había convertido aquello en un horrendo espectáculo popular, en el que así se destruía todo sentimiento de respeto hacia el carácter sagrado de la muerte, en un país en el que, antes, no había hombre, ni maduro ni joven, que pasara cerca de un coche mortuorio sin descubrirse. ¡Terrible es destruir ya en los niños, el respeto a la vida de los demás y crear en ellos un sentimiento que dará frutos aún más amargos!».
Mal trago
Quizá por ello, a ninguno de los hombres que le acompañaban le sorprendió que atendiera a aquella mujer durante los primeros días de agosto de 1936. Para ellos era algo habitual. La dama arribó hasta él, en palabras de Serviá, «llorando a borbotones, calladamente, con hipos continuados», mientras a todos les «corría un escalofrío». Cuando logró calmarse comenzó su narración:
«Perdóneme usted, pero no tengo a nadie a quién acudir y, como usted es el jefe militar… Mi marido, un hombre bueno, honrado y trabajador, que no ha hecho otra cosa más que trabajar para su hogar y para todos, probablemente… lo matarán esta noche. A eso he venido, a que usted le salve, y lo pido, señor, porque de verdad, lo juro, es un hombre bueno y honrado».
Salas la invitó a calmarse y le rogó que ampliara lo que decía. Ella confirmó entonces que, desde hacía unos días, los republicanos sacaban cada noche a unas decenas de presos para acribillarles a menos de 500 metros del presidio. Según decían, porque intentaban escapar. Luego continuó entre lágrimas:
«Mi marido creo que pertenece a la CEDA , pero la CEDA era organización autorizada por la República y nunca ha pertenecido a organizaciones clandestinas, ni tampoco era significado en la suya. En cambio, todo el pueblo lo sabía, era una buena persona a más no poder».
El oficial escuchó sin decir nada. Cuando la mujer se tranquilizó, respondió: «Esta noche, su esposo dormirá en su casa, lo mismo que los demás presos que no estén en la cárcel por condena judicial».
«Nadie cree que soy republicano»
Como prometió, Salas se reunió después con el alcalde la localidad y mantuvo una conversación tan tensa como reveladora:
SALAS –¿Tiene usted muchos presos?
ALCALDE –Menos de la mitad de los que debería estar, porque usted no sabe la cantidad de fascistas que hay en este pueblo.
SALAS –Estas personas, ¿han sido juzgadas por un juez y condenadas a la cárcel?
ALCALDE –¿Pero no le he dicho a usted que son fascistas? Son fascistas indeseables, que lo sepa usted de una vez.
SALAS –Lo que deseo saber es si algún juez les ha juzgado y condenado.
ALCALDE –Mire usted, o usted no me entiende o no quiere entenderme. Esos individuos, y los que matamos, son unos indeseables fascistas enemigos del pueblo. Y deje usted ya este tema, que huele mal.
SALAS –Todos los que están en la cárcel, que no hayan sido juzgados, los mandará usted a sus casas, acompañando a cada uno una pareja de milicianos. Bien entendido que si alguno de ellos sufriera un accidente serán juzgados usted y todos por traición a la República y por asesinato. No toleraré que nadie se tome la justicia por su mano, y a quien lo haga lo castigaré, por traidor a la República, con el mayor rigor. Deme cuenta del cumplimiento de la orden y de haberla realizado tal y como se la he ordenado.
Cuando Salas le comunicó a la mujer que su marido estaría a salvo y que volvería a casa, esta le dio las gracias una infinidad de veces: «Créame que la mayor alegría que tengo es saber que esto no se lo debo a ningún rojo, sino a uno de los nuestros». Una vez que se marchó, el comandante se giró hacia su comitiva y dijo algo que solía repetir de forma habitual: «¡Es triste que nadie crea que soy republicano!».
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