Música
Viaje a la tierra de María José Llergo: «En Pozoblanco no le decimos al olivo cómo crecer»
La cantante y compositora cordobesa invita a ABC Cultural a visitar Pozoblanco y recorrer los lugares en los que su abuelo Pepe le enseñó a cantar mientras labraba la tierra.
Recuerda aquella infancia «bonita y dura al mismo tiempo», muchos años antes de que fuera etiquetada como la «nueva revolución del flamenco»
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Hace poco más de un mes, un miércoles cualquiera en Madrid, María José Llergo (Pozoblanco, 1994) ofrecía «un concierto muy especial» en el Teatro Circo Price. «La verdad es que me emocioné mucho, porque el año pasado fue muy duro para mí y el ... hecho de haberlo conseguido en esas condiciones fue un regalo inmenso», reconoce a ABC Cultural. A pesar de la lluvia que apretaba esa tarde, apenas había butacas vacías. Durante toda la actuación, la cantante y compositora cordobesa no dejó de hablar de su pueblo, de su familia, de su gente. Antes de lanzarse con una versión de 'Mediterráneo', por ejemplo, comentó: «Las personas más humildes son las que me merecen más respeto, como mi abuelo Pepe».
A continuación entonó una versión del '¡Ay pena, penita, pena!' que popularizó Lola Flores, al tiempo que buscaba a su madre entre el público. «¡No te escondas, mamá! Es que no le gustan los focos, es muy tímida», bromeaba. Mientras caminaba por la grada como si estuviera en su salón, saludaba con gestos cariñosos a los amigos que reconocía entre el público. Se acordó también de su burro, Manolillo, al que cuida con mimo en una pequeña dehesa de su pueblo desde hace cinco años. Y en ese momento, justo antes de empezar a cantar 'Malahe', se detuvo unos segundos y, como si pensara en voz alta, confesó: «La verdad es que todavía me resulta difícil sentirme en casa cuando estoy fuera de Pozoblanco, aunque lleve ya cinco años en esta ciudad».
Las raíces de la compositora son tan profundas y el arraigo a su tierra tan marcado, que en los dos discos y varios sencillos que ha publicado hasta el momento, no faltan las referencias a Pozoblanco y su entorno. Es como si Llergo se hubiese empeñado en que su pueblo no sea conocido, únicamente, como aquel en el que aquella fatídica tarde de septiembre de 1984 Avispado corneó a Paquirri, con sus 420 kilos, y le rompió la arteria femoral. Quizá por eso nos ha invitado a visitarla en la localidad cordobesa, para que conozcamos a aquellos que la vieron crecer y enseñarnos el lugar donde aprendió sus primeros cantes, siguiendo el ritmo del escardillo de su abuelo al golpear la tierra, cuando abría los surcos para regar las cebollas y los tomates del huerto familiar.
«¿Ana, tú te acuerdas cuando fuiste a verme al Hospital recién nacida y los médicos le decían a mi madre que yo no iba a…?», pregunta, sin terminar la frase. Llergo nos cita en el obrador de su amigo Marco, cuya madre, Ana, es amiga de la familia de toda la vida y conoce bien los avatares de su vida. «Sí, sí, claro que me acuerdo. Tu madre estaba muy angustiada, pero yo le decía que no… que no se preocupara. Te miraba a la cara y le repetía a ella: 'Tranquila, con esos ojos tan grandes esta niña no se te muere'», responde la matriarca, mientras su hijo elabora el pan del día, con mucho cuidado y masa madre de centeno, en un antiguo horno de leña. La artista, entre risas, le devuelve el halago: «Necesitaba esos ojos para ver a Marco hacer el pan así de bien».
«De la calle nueva»
En alguna ocasión, Llergo ha contado que su infancia en Pozoblanco fue bonita, pero al mismo tiempo muy dura. Tenía problemas metabólicos y hormonales que le impedían crecer. No especifica cuáles, pero sí que estaba todo el día en el médico y que no le dieron el alta hasta que cumplió 16 años. Los tratamientos eran muy caros y su familia, que era «de la calle nueva», como tradicionalmente se refieren en su pueblo a la clase baja, apenas podía pagarlos. «Mamá llora por la noche, no sabe qué hacer / Ha llegado al buzón otro papel / No hay con qué pagar / no hay con qué comer», canta en 'Súperpoder', el tema de su último disco, 'Ultrabelleza' (Sony, 2023), que dedica a esa etapa de su vida y a los «malabares» que sus padres tuvieron que hacer para sacarla adelante y darle la oportunidad de estudiar música.
—María José Llergo: Mi masa madre son los cantes flamencos tradicionales que me enseñó mi abuelo mientras labraba la tierra. Siempre le acompañaba al campo y, aunque en ese momento no me daba cuenta, él estaba plantando en mí una semilla que no se iba a morir nunca, pero que yo tenía que regar para que no se muriera. Por eso cuido mi voz y no cometo excesos. Hay que hacer un sacrificio, como te pasa a ti con el pan.
—Marco: Yo ya no sé lo que es salir por la noche. Vengo aquí todos los días a las cuatro de la madrugada. Si consigues esa base, luego puedes jugar e inventar como he hecho yo con el pan de curry. En tu caso, al tener esa base bien fijada, puedes adentrarte en diferentes estilos y componer canciones distintas.
—M. J. L.: Exacto. Teniendo una buena raíz, el árbol no se parte y puede crecer alto. [risas]. Por cierto, ¿sabes lo difícil que es encontrar una panadería como la tuya en Madrid? Solo con el alquiler del local que tendrías que pagar para meter este pedazo de horno, te arruinas.
El crecimiento de Llergo comenzó, de niña, con su abuelo: «Íbamos al huerto y me cantaba fandangos, tangos, seguiriyas, boleros y serranas. También por peteneras, aunque él no sabía que eran peteneras. Yo tampoco, hasta que me fui a Barcelona a estudiar flamenco con 18 años y en una de las primeras clases me percaté: '¡Anda, ese es el cante de mi abuelo'. Le dije a la profesora que yo ya me sabía un montón», asegura Llergo, mientras visitamos a su burro en la dehesa.
Pepe ha estado presente en todos los pasos que ha dado su nieta. Hace cuatro años, en su primera entrevista para ABC, la artista dejó pruebas de ello: «Ayer me llamó y hablamos durante cinco horas. Él necesitaba desahogarse y yo conversar con él. Hablamos mucho desde que vine a vivir a Madrid y me canta a través del teléfono. Lo último fueron unos fandangos que decían: 'Toda la vida trabajando para guardar, pero cuando me muera no me voy a llevar na'». Ahora, casi un lustro después, añade: «Mi abuelo siempre cantó muy bien y pudo ser profesional. Le propusieron salir de gira, pero decidió quedarse en el pueblo con mi abuela por amor. De alguna manera, creo que ahora ha conseguido realizarse a través de mí e, incluso, ha salido en 'The New York Times'. Hace poco me entrevistaron y aproveché para hablar mucho de él... ¡Todo el rato!», explica, y deja escapar una sonrisa de satisfacción.



De La Niña de los Peines a Kendrick Lamar
En la época en la que estudiaba flamenco en la Escuela Superior de Música de Cataluña (Esmuc), la misma por la que pasaron Rosalía y Silvia Pérez Cruz, y jazz en el Liceo de Barcelona, Llergo logró su primer éxito con el tema 'Niña de las Dunas', que subió ella misma a YouTube y se hizo viral. Aquello puso por primera vez el foco sobre su música, con la que pronto se ganó el calificativo de la «nueva revolución del flamenco». Ella, intentando abstraerse de la etiqueta, ha construido su propio camino con un ojo puesto en La Niña de los Peines, las hermanas Bernarda y Fernanda de Utrera, Camarón o La Perla de Cádiz, y el otro en Beyoncé, Kendrick Lamar, Burna Boy o Ayra Starr, por citar algunas de sus influencias.
Su disco de debut, 'Sanación' (Sony, 2018), fue incluido entre los 25 mejores del año por la cadena estadounidense NPR. Grabó después un vídeo para Colors, la plataforma de Berlín donde han participado gigantes como Dua Lipa, Billie Eilish, Maluma o Jorja Smith. Giró por Estados Unidos y llenó el Lincoln Center de Nueva York. En 2022 ganó un Goya a la mejor canción original por 'Te espera el mar', de la película 'Mediterráneo'. Y este verano se convirtió en la quinta artista española en grabar un concierto en Tiny Desk.
A pesar de ello, no puede estar mucho tiempo sin volver a Pozoblanco: «Más de dos meses es una tortura. Necesito venir, por lo menos, una vez al mes, aunque a veces me resulte difícil», señala. Mientras caminamos por sus calles al caer la tarde, empieza a llover con fuerza. Su mejor amiga de la adolescencia, Elena, nos da cobijo en su casa, perdida en medio del campo y rodeada de animales, para que terminemos nuestra charla.
—En este último disco canta que «aprendió a llorar cantando» y «a cantar llorando». Y dice que 'Sanación' lo compuso para curarse de todos los dramas que había vivido de joven. ¿Tan mal lo pasó?
—Bueno, el hecho de que fuera joven no significa que no sufriera. Aquel primer disco lo hice después de llevar siete años estudiando en Barcelona, que fue una gran oportunidad, pero al mismo tiempo me costó mucho. No tenía dinero y casi no podía venir a casa. Fue duro. Todo eso mientras estudiaba a velocidad de crucero porque necesitaba conservar la beca que me habían concedido. Era un sacrificio constante sin saber si iba a poder seguir estudiando al mes siguiente. Tuve que exprimir aquella experiencia hasta el agotamiento.
—¿Pero fue enriquecedor?
—Sí, porque estaba en modo esponja. Tuvo su recompensa, pero no fue fácil. En mi primer año, por la mañana iba a la universidad a estudiar magisterio, por la tarde al conservatorio y por la noche estudiaba en casa. Los fines de semana cantaba en 'jam sessions' para sacar algo de dinero con la taquilla inversa, aunque muchas veces se me pasaba la hora del metro actuando en el Jamboree o en el tablao Los Tarantos, por ejemplo, y me tenía que gastar el dinero ganado en un taxi para poder volver a casa.
—En 'Ultrabelleza' hay un poco más de luz.
—Sí. Ese disco no habría salido si no hubiera conseguido recuperarme con 'Sanación'. Con 'Ultrabelleza' quise celebrar la vida y no lo habría podido componer si no me hubiera quitado ese dolor.
—Hace un mes sacó otro sencillo, 'Mal de amores', que incluye una grabación reciente de su abuelo en la que le canta como cuando era niña. Más allá de esos cantes que él le enseñó, ¿cuál cree que ha sido la principal lección de Pepe?
—Sin él yo no estaría aquí con vosotros ni habría cantado. Él me enseñó a traducir mis sentimientos en canciones, a transformar el dolor en belleza en vez de acabar cabreada con el mundo. Tiene 95 años y lo ha vivido todo. Tiene muchos motivos para estar triste, pero ríe y canta todos los días. Acabé imitando todos esos cantes con los que él solucionaba sus conflictos y un día me dijo: «Ahora cántalos a tu manera». «¿Pero cómo es a mi manera?», le pregunté. Y me respondió: «¡Eso lo tienes que descubrir tú!». Así empecé a jugar con mi voz. Cantar me ha ayudado a canalizar mis sentimientos, porque soy hipersensible, que es una forma de vivir, a veces, dolorosa.
—Me chocó que incluyera la voz de su abuelo en un tema que habla de amor tóxico e, incluso, de maltrato.
—Lo hice porque es una copla que me cantó después de que un día le dijera que había roto una relación con una persona que me había tratado mal. Le conté lo horrible que había sido. Esa letra dice: «Tú crees que eres una personita grande / pero eres la piedra más chica de la acera de mi calle». Me la cantó como reproche a esa persona y fue mi forma de decirle: «¡Quién te crees que eres para hacerme daño!».
—A pesar de todo, 'Bien de amores' no es una canción triste sin más.
—No, porque habla de reconstruirse y aprender que las rupturas, muchas veces, no hay que sufrirlas, sino celebrarlas. Yo no superé esta relación hasta que pasó un tiempo, porque no era capaz de salir de esa historia tan dolorosa. Pensaba que me iba a morir de lo mucho que quería a esa persona que no me trataba bien. Sin embargo, cuando se acabó ese infierno, todo ese ruido que había en mi cabeza se apagó y entró la luz. En ese momento de paz y silencio que había recuperado, empezó a salir un montón de música.
—No es fácil ver con claridad cuando estás dentro de ese torbellino…
—Cuando sufres situaciones así, te destruyen tanto que no tienes fuerzas para aceptar lo que estás viviendo y, mucho menos, para cambiarlo o hacerlo público. Ya es hora de dejar de poner el ojo en la víctima y ponerlo en el agresor.
—¿No le sorprendió que su primer disco lo publicase directamente una multinacional? Es un cambio grande.
—Lo que me sorprendió fue poder hacer un disco, lo publicase quien lo publicase. No tengo nada en contra de las multinacionales, siempre y cuando respeten la idiosincrasia de los artistas.
—¿Lo dice por que le quisieron imponer algo?
—No, porque desde el primer momento les dije: «Hago esto, ¿os gusta? Si es así, seremos los mejores compañeros de viaje». Les advertí que, si intentaban cambiarme algo a corto o medio plazo, nuestra relación no sería posible, que yo tenía mi forma de entender la música, que no respondía a ningún canon establecido porque venía de Pozoblanco, donde nadie le dice a un olivo cómo crecer. Me escucharon, les gustó mi propuesta y hasta el día de hoy.
—¿Tan fácil le resultó dar ese salto?
—Bueno, he sufrido algunas cosas, como la exposición pública. A mí la fama no me gusta nada, es solo una variable de mi trabajo. En ocasiones la disfruto y en otras la sufro, porque convierte algunos entornos en zonas hostiles.
—¿Puede poner un ejemplo de entorno hostil?
—Cuando gané el Goya, todo el mundo a mi alrededor cambió. Las personas que me trataban con normalidad, de repente, empezaron a tratarme de forma rara. Al mismo tiempo, todo el mundo me decía que no cambiara, pero esos mismos sí que estaban cambiando. La fama es como un filtro que hace que todo el mundo se comporte muy raro. ¡No sé por qué! Por un tiempo volví al campo con los animales, a los que no les importan los premios Goya ni nada de eso.
—¿Siempre tiene que volver aquí para reencontrarse con quienes mejor le conocen?
—Exacto, con los que me han querido tal y como soy. Eso me encanta. No sé si te has dado cuenta, pero la mujer que se me acercó mientras comíamos en el restaurante, Amadori [la mujer de su antiguo profesor de violín, Luis Lepe, fallecido el año pasado], me ha pedido que siga siendo la de siempre, que no se me suba a la cabeza. A la gente que me quiere de verdad les gusto como persona más que como artista. Por cierto, me haría mucha ilusión que Luis Lepe saliera en el reportaje… Me entran ganas de llorar al acordarme de él.
—¿Por qué?
—Era también el dueño de la tienda de instrumentos junto al conservatorio. Cuando me tuve que comprar mi primer violín bueno, mis padres no podían pagarlo y él nos facilitó que pudiéramos darle el dinero a plazos muy pequeños, incluso sufriendo él porque era un comercio muy pequeño. A Luis le hacía ilusión que siguiera formándome en violín y cuando me dieron la beca para estudiar flamenco en Barcelona, se enfadó un poco. Me acuerdo mucho de él, porque todo lo que me enseñó, me sirve hoy en día para componer. Hace poco me compré un violín eléctrico y, cuando lo toco, pienso: «¿Has visto que no lo he dejado, Luis? Dentro de nada lo tocaré en directo, ya verás».
—¿Le costaría dejarlo todo y volver a vivir a Pozoblanco, a componer como antes, sin la industria detrás?
—Siempre que pueda hacer canciones seré feliz. No creo que me costase, es mi naturaleza: el campo, los animales, la música y mi familia. No olvides que la industria sin música no es nada, pero la música sin la industria seguirá siendo música.
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