Memoria de nuestra literatura
Toda la verdad sobre el último libro de Miguel Hernández
Una aventura editorial
El último poemario del alicantino, titulado 'El hombre acecha', desapareció de una imprenta al final de la Guerra Civil. Para que viera la luz fue esencial el arduo trabajo de Vicente Aleixandre y Leopoldo de Luis en Velintonia. Esta es la historia
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Bajo el franquismo, fue difícil tratar ciertos aspectos culturales. La historia editorial de Miguel Hernández es buen ejemplo. Silenciada sin estar prohibida, escondida sin estar oculta, citada sin hacerse pública, su poesía estaba presente en su práctica ausencia. Los análisis y los elogios se ... redactaban con cuidado y sus autores anduvieron temerosos, sobre todo en una primera época. Aún así, tras el entierro del hombre en 1942, poco a poco fue resucitando el poeta.
En 1946, el número 6 de la revista vallisoletana ‘Halcón’ dio a conocer lo que entonces se tituló ‘Nana a mi niño’; otras revistas, como ‘Estilo’, ‘Verbo’ e ‘Ifach’, alicantinas, o ‘Punto y Raíz’, madrileña, fueron dando a conocer poemas, así como las antologías generales de Sáinz de Robles, González Ruano o Fernando González. Se cierra esta suerte de prehistoria postbélica en 1951 con la publicación en la colección ‘Ifach’ de Seis poemas inéditos y nueve más, así como el poema dedicado a Hernández por Leopoldo de Luis ‘Elegía tercera’, incluido en el libro ‘Los horizontes’, dentro de la colección Planas de Poesía que cuidaban en Las Palmas Agustín, José María y Manolo Millares.
El año 1948 los ‘Cuadernos de Las Horas Situadas’ (título tomado de Jorge Guillén), cuidados en Zaragoza por Irene y José Manuel Blecua, publicaron un poema de Vicente Aleixandre, ‘En la muerte de Miguel Hernández’. La dedicatoria que el autor puso en el ejemplar entregado a Leopoldo de Luis afirma que es un poema «que juntos leímos una tarde en Velintonia». Y es que, en el entorno de la segunda mitad de los años cuarenta, y en la casa de Aleixandre de la calle Velintonia, se reunían asiduamente con él José Luis Cano y Leopoldo de Luis.
De aquellas reuniones de trabajo surgió la correspondencia de Vicente Aleixandre con José María de Cossío para propiciar la publicación en Espasa Calpe de ‘El rayo que no cesa’
Mecanografiaban los manuscritos de Miguel cedidos por la viuda, pues Aleixandre se propuso hacer lo posible por publicar la obra. Alguna vez la pluma de Vicente repasaba el lápiz habitual de Miguel para aclarar alguna palabra. No pretendía corregir los poemas, como hiciese Ezra Pound con ‘The waste land’, de T.S.Eliot, pero quienes hemos tenido en la mano aquellos manuscritos no hemos podido sino sorprendernos con la caligrafía y el léxico aleixandrino que alguna vez (como en ‘Nanas de la cebolla’) sustituyen la palabra hernandiana. En aquellas reuniones de trabajo, ciertos poemas repetidos se separaron e, incluso, Aleixandre rasgó borradores iniciales de ‘Tristes guerras’ y de ‘Que me aconseje el mar’, del Cancionero y romancero de ausencias, cuyos fragmentos Leopoldo, con su devoción por Hernández, como amigo y lector, recogió amorosamente de la papelera. Sucedió lo mismo con ‘Vientos del pueblo’, poema muy conocido que, en singular, tituló el libro de 1937.
De aquellas reuniones de trabajo surgió la correspondencia de Vicente Aleixandre con José María de Cossío para propiciar la publicación en Espasa Calpe de ‘El rayo que no cesa’, con objeto de ayudar económicamente a la viuda del poeta. El libro se publicó en Buenos Aires, en 1949, dentro de la colección Austral y, poco después, se obtuvo el permiso de importación español. Un prologuillo de Cossío buscaba sortear la censura.
El censor, como recogen Aitor L. Larrabide y J. J. Sánchez Balaguer, opinó que era una «colección de versos muy malos y dadaístas», por lo que no veía nada censurable. Curiosa y sintomáticamente, los estudiantes de los años 50 y 60, informados de la actuación militante del poeta y sin acceso a sus poemas más implicados, buscaban leer entre líneas e interpretaban las metáforas amorosas del libro como políticas. El «carnívoro cuchillo» del primer verso, dejaba de ser el amor para entenderse como el franquismo o la dictadura.
Durante aquellas tardes en Velintonia se manejó una copia mecanografiada de ‘El hombre acecha’ que había proporcionado Antonio Rodríguez Moñino. Fruto de ese trabajo en equipo fue la ordenación de materiales poéticos para la Obra escogida (1952), de Hernández, que prologó en la editorial Aguilar el crítico Arturo del Hoyo, así como para las ‘Obras completas’ que ordenó Elvio Romero y prologó María de Gracia Ifach en la argentina Losada en 1960. El material estuvo durmiendo por alguna razón más de diez años en la editorial, puesto que Leopoldo de Luis conservaba los recibos de los envíos postales hechos a Buenos Aires el 2 de agosto y el 3 de septiembre de 1948. Losada medio reconoció la labor hecha en casa de Aleixandre con la frase «manos amigas, unidas en la devoción por el poeta, hurgaron papeles, copiaron poemas...»
Asalto a la imprenta
Frente al Mediterráneo y en la terracita de su piso, Rafael Pérez Contel nos fue desgranando a Leopoldo de Luis y a mí, en la primavera de 1978, los títulos de las publicaciones que acabaron de imprimirse durante los primeros meses de 1939, en la imprenta Tipografía Moderna, de la calle Avellanas, 9, de Valencia, y que se convirtieron en pasta de papel cuando el ejército triunfador ocupó el local en los primeros días de abril: un número de la revista ‘Comisario’, el volumen ‘Canciones de nuestra lucha’ y, entre otros, ‘El hombre acecha’, de Miguel Hernández. La tipografía, propiedad de la familia Soler Gimeno, había sido embargada por la Posición Pekín, del Estado Mayor del Ejército de Levante de la República, en 1937.
Allí se depositó el armario de letra Bodoni comprado a Manuel de Altolaguirre, con el que se compusieron varias de las publicaciones de guerra, entre ellas el libro de Hernández. Curiosamente, si ‘El rayo que no cesa’ lo publicó Altolaguirre, en 1936, sus tipos de imprenta volverían a recoger los poemas hernandianos de ‘El hombre acecha’.
Pérez Contel, escultor y editor, encargado del diseño tipográfico de revistas republicanas durante la guerra civil, fue responsable de las ediciones de la Posición Pekín. Era amigo y compañero, entre otros intelectuales de la Valencia en guerra, del pintor Eduardo Vicente, del cineasta Val del Omar, del músico Carlos Palacios, del poeta Ramón de Garciasol o del bibliófilo Antonio Rodríguez Moñino, encargado de proteger el patrimonio bibliográfico español. Pérez Contel recordaba que el libro hernandiano había quedado en capillas, los pliegos anteriores de la encuadernación.
Los estudiantes de los años 50 y 60 buscaban leer entre líneas e interpretaban las metáforas amorosas del libro como políticas
Se hizo cargo de la imprenta, a la entrada del ejército franquista en Valencia, Joaquín de Entrambasaguas, catedrático de la Universidad de Murcia desde 1934 y luego, en los años cuarenta, ya en la cátedra de la Universidad de Madrid, no desdeñable poeta surrealista. Pérez Contel sabía que se reunieron entonces los pliegos para cinco ejemplares del libro y que algunos los encoló un encuadernador de Valencia. Tenía la seguridad de que uno de ellos lo conservó Entrambasaguas y otro un profesor de derecho cuyo nombre no recordaba. Desconocía dónde fueron a parar los ejemplares restantes.
Entrambasaguas había sido profesor mío y director de tesis, ya que, en su enfrentamiento con la escuela de Menéndez Pidal, había conseguido que solamente los profesores de literatura dirigieran trabajos de investigación de esa materia en la Complutense. Cuando la tesis se refería a autores concretos, podía contornearse la prohibición titulándolo ‘La lengua de x’ y lograr así la dirección de Dámaso Alonso, Rafael Lapesa o Alonso Zamora Vicente. Así pudo, por ejemplo, lograr Mario Vargas Llosa que Zamora Vicente le dirigiera su tesis doctoral. Apoyándome en dicha relación académica, fui a visitar a Entrambasaguas a su casa.
Lo negó todo
Con actitud muy británica, me invitó a un té y me repitió la lista de libros que encontró en la imprenta y yo ya conocía, pero aseguró taxativamente que no había visto ejemplar alguno de ‘El hombre acecha’. «Jorge, si yo lo hubiese tenido lo habría publicado, ¿no lo hice con ‘Poeta en Nueva York’?». El argumento resultaba definitivo pues él había publicado, en efecto, en los años cuarenta, una amplia selección del libro lorquiano en una separata de color amarillo de la ‘Revista de literatura’ del CSIC que dirigía.
Rodríguez Moñino, que sería depurado de su cátedra de instituto, era amigo de la familia Soler, propietaria de la imprenta y, desde ella, fundaría la editorial Castalia en 1946. Para los primeros volúmenes siguieron utilizándose los mismos tipos Bodoni de Altolaguirre. Sabiendo su relación con la imprenta de los Soler y que él le había proporcionado una copia mecanoscrita del libro de Aleixandre, no podía yo sino dirigirme a la viuda de Rodríguez Moñino, María Brey, en su vivienda de la calle madrileña de San Justo.
Me sentó en la mesa de trabajo que había sido de su marido, y me trajo decenas de carpetas para que buscara el libro hernandiano, ya que no aparecía en los estantes perfectamente ordenados. No en balde doña María había sido bibliotecaria. Encontré desde luego joyas, alguna de las cuales publiqué luego, como la instancia con la que Mariano José de Larra pedía su ingreso en el cuerpo de voluntarios realistas, la policía política de Fernando VII. Pero ‘El hombre acecha’ no aparecía. En las largas conversaciones que, domingo tras domingo mantuvimos durante varios meses, y a las que asistía en ocasiones el profesor Eduardo Asensio, María Brey comprendió que el libro de Hernández estaba en alguna de las carpetas que permanecían en el viejo piso que aún conservaba en la calle Fuencarral.
Me explicó que no podía acompañarme allí porque estaba cortada la luz y no reunía las condiciones necesarias para trabajar. Ahora bien, como cada mes acudía allí para traer series de carpetas, se comprometía en telefonearme en cuanto apareciera, porque «’El hombre acecha’ es suyo, palabra de honor».
A los pocos días de morir Francisco Franco, todavía en noviembre de 1975, Francisco Estéve, de la editorial obrera Zero-Zyx, nos pidió a Leopoldo de Luis y a mí que hiciéramos en el menor tiempo posible una Obra poética completa de Hernández. Con el beneplácito de Josefina Manresa, la sacrificada viuda, nos pusimos al trabajo y justo al año pudimos tener en las manos un ejemplar de aquella primera edición española de la obra poética del gran poeta levantino. Pero no estábamos satisfechos del todo por no haber encontrado la primera edición de ‘El hombre acecha’.
María Brey comprendió que el libro de Hernández estaba en alguna de las carpetas que permanecían en el viejo piso que aún conservaba en la calle Fuencarral
Había que seguir buscando y a Leopoldo de Luis y a mí nos vino la sospecha de que Rodríguez Moñino, si había reunido más de un ejemplar, hubiera sido comprensible que le hiciera llegar uno a José María de Cossío, claro benefactor del poeta, a quien no sólo contrató como ayudante diciéndole delicadamente que le pagaba la editorial Espasa Calpe, para que no pensase que quedaba en deuda con él, sino que asimismo intercedió para evitar que se ejecutase la condena a muerte de Hernández y obtuvo la publicación en la colección Austral de ‘El rayo que no cesa’.
Comunicada la sospecha al bibliotecario de la Institución Cultural de Cantabria encargado de la llamada Casona de Tudanca, que había sido propiedad de Cossío, Rafael Gómez, éste buscó el libro hasta que dio con él y nos propuso a Leopoldo de Luis y a mí que escribiéramos una introducción para publicarlo. El libro, facsimilar de aquella non nata edición de 1919, apareció en 1981.
El ejemplar de Rodríguez Moñino apareció un día. Tropezó con él el joven profesor Víctor Infantes de Miguel, que buscaba otros documentos. María Brey le exigió que me lo comunicase inmediatamente. No lo hizo. Sí contactó con mi padre, Leopoldo de Luis, aunque antes escribió un artículo para el diario ‘El País’, que no le concedió mucho interés y tardó varias semanas en publicarlo. Mientras, Leopoldo fue a ver el ejemplar, según me comentó telefónicamente, al estar yo fuera de Madrid, y entregó un artículo al diario ‘Pueblo’ donde el director de la página cultural, Dámaso Santos, sí comprendió la importancia del hallazgo y paró el suplemento en marcha para introducir el artículo el 2 de febrero de 1979.
Nuevo facsímil
Se publica ahora, la edición facsimilar del ejemplar de Rodríguez Moñino, que ya se guarda en la biblioteca de la RAE. No ofrece novedades con respecto al texto que Leopoldo de Luis y yo mismo publicamos en la editorial Cátedra, en 1984, ni en las ediciones de la ‘Obra poética completa’ desde la cuarta edición de 1979. En esta ya se incluyó el poema ‘Los hombres viejos’ que no estaba en la copia proporcionada en 1948 por Rodríguez Moñino, probablemente porque le pareció demasiado agresivo y de escasa calidad.
El poema tiene interés fundamentalmente como testimonio de época. Sí sorprende, en esta preciosa edición de la Fundación Miguel Hernández, la cubierta, que parece ser una prueba inicial porque, según Pérez Contel, el poeta quería que fuese de color rojo sangre de toro con las letras en blanco. Dos prólogos, de Aitor L. Larrabide y Óscar Moreno Fernández, sirven para ilustrar en parte la historia, que he intentado completar, de uno de los libros mayores de la poesía hispánica del siglo XX.
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