A LA CONTRA
Feliz Navidad
La fiesta navideña ha llegado a nuestros días gracias a la práctica popular y frente a todo acoso, con la fuerza simbólica de los ritos y los festejos que unen a las comunidades
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De todas las felicitaciones que he recibido por estas fechas, la gran mayoría de las más personales, las de mis amigos y familiares, felicitaban las Navidades; las corporativas felicitaban las fiestas. ¿Qué fiestas? Las navideñas, imagino. Pero lo podía deducir por las fechas, no por ... el sentido de las palabras elegidas. Ni siquiera por las ilustraciones que acompañaban a los buenos deseos.
Algunas de ellas, de tan abstractas y neutras, podrían servir para felicitar un nacimiento, un cumpleaños o de invitación para una boda o un funeral: colores ocres y verdes oscuros, algún granate, mucho dorado, filigranas y volutas. Ya en 2021 se filtró un documento interno de la ONU en el que se instaba a no dar por sentado el cristianismo y evitar felicitar las navidades.
Algunos lo llevan al extremo y se felicitan por el solsticio de invierno. Destacar los valores que se asocian tradicionalmente con la Navidad, es decir, destacar los valores de nuestras raíces culturales, es ahora señal de falta de respeto por la diversidad y, paradójicamente, la concordia. Algunos van más allá y, en un ejercicio casi de funambulismo dialéctico, son capaces, al mismo tiempo, de negar la cristiandad y de asociar su origen con el del movimiento okupa. De nacer hoy Jesús lo haría, según ellos, desalojado por la fuerza del pesebre.
Tras la Revolución Rusa se prohibió todo festejo navideño en la Unión Soviética y se celebraba de manera intima y secreta
La Navidad, parece, ha entrado a formar parte de lo que llamamos las batallas culturales y el ‘woke’, ese al que algunos dan por muerto, y los movimientos identitarios y de justicia social parecen haberla tomado con estas fiestas familiares y entrañables.
Pero no es la primera vez, ni nuestra generación es única y original. En la Edad Media ya eran fiestas incómodas y fueron reprimidas por el Concilio de Trento. No eran entonces las celebraciones familiares que conocemos ahora, sino más bien parranda, jarana y libertinaje. En el siglo XVII, el tribunal de la Corte de la Cámara Estrellada las prohibía en Inglaterra. Para los puritanos anglicanos, la Navidad era, en realidad, una despreciable fiesta pagana disfrazada de fervor cristiano. Incluso se encargó a soldados la misión de derribar decoraciones navideñas que osaran exhibirse pese a las prohibiciones y disolver todo servicio celebrado clandestinamente.
También tras la Revolución Rusa se prohibió todo festejo navideño en la Unión Soviética y se celebraba de manera intima y secreta en los hogares cristianos. La Revolución Francesa no le anduvo a la zaga. Y ahora, a nosotros, nos han tocado los belenes paganos, las iluminaciones psicodélicas, los árboles deconstruidos y las reinas magas. Ni rastro de cristiandad.
Pero si la Navidad ha sobrevivido a todo avatar, a la Edad Media, a la Inglaterra convulsa del XVII o a las Revoluciones Rusa y Francesa, no creo que vaya a sucumbir ahora ante una turba de iluminados identitarios ecodeprimidos y anticapitalistas. No me preocupa, pues, que nuestras raíces católicas, aquello donde hunde sus cimientos nuestra cultura, esté en peligro de ser olvidado por las generaciones futuras.
La Navidad ha llegado hasta nuestros días gracias a la práctica popular y frente a todo acoso, con la fuerza simbólica de los ritos y las fiestas que unen a las comunidades y que tan resistentes son, sin permanecer ajenos, a la política, a la economía y a las modas. Los principios y valores teológicos, aun cuando la fe se desvanece, permanecen durante la Navidad. Reconciliarse, compartir, celebrar, disfrutar. Buscar y desear, en fin, la felicidad universal. ¿Puede haber un solo motivo para querer que eso desaparezca? Feliz Navidad.
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