Contacto en Buenos Aires
La mirada de tu lector
A veces eres capaz de cualquier cosa para no defraudar al lector, para no perder la dignidad, para mantener intacta la admiración de quien te importa
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La sensación térmica en Buenos Aires rondaba los cuarenta grados y no daban ganas de salir de casa, pero yo tenía que cumplir un trámite y me estaba esperando un desconocido para estampar su firma. El hombre en cuestión resultó ser un lector consecuente y ... afectuoso: cuando terminamos con los dichosos papeles, quiso sacarse una foto conmigo, y le pidió a su hijo que nos retratara codo a codo, y nunca dejó de hablarme durante todo ese tiempo de la valentía que yo había demostrado frente a distintos gobiernos.
Ingresamos juntos y de buen humor en un ascensor de acero: iban con nosotros su hijo y una mujer. Era un elevador muy estrecho, apenas entrábamos los cuatro de pie, y el calor sofocante que había adentro sólo era soportable porque bajaríamos apenas siete pisos en treinta segundos. La conversación sobre la valentía y el periodismo continuaban en ese estrecho cubículo, aunque el calor invitaba al silencio. Y de pronto el ascensor se detuvo en seco y la puerta automática no se abrió.
Nos reímos del incidente, pero de inmediato la mujer pulsó el botón de apertura y vimos con sorpresa que la puerta permanecía cerrada; luego intentamos subir uno o dos pisos, y descubrimos con inquietud que el tablero entero no respondía. Aunque no soy claustrofóbico comencé a sentir que me faltaba el aire: lo único que entraba era el aliento agónico de una ciudad calcinante, que había calentado hasta el acero.
Me di cuenta de que yo podía desgraciarme de un momento a otro, pero que hacía fuerzas para no decepcionarlo
Traté entonces de mantener la compostura, aunque comenzaba a sentir asfixia psicosomática. Los muros eran tan gruesos que nuestros gritos no se oirían, era la hora de la siesta y el edificio parecía vacío, no había nadie en portería, la alarma no sonaba y los móviles no tenían señal en ese sarcófago plateado e inmóvil.
Imaginé en aquellos segundos que tardarían en rescatarnos, que tal vez vendrían incluso los bomberos, y que deberíamos aguantar el ahogo, el calor y la incertidumbre durante unas horas, enterrados vivos, y sin espacio ni siquiera para sentarnos. Soy muy bueno para imaginar catástrofes. Lo curioso es que mi lector estaba completamente tranquilo, hacía bromas inteligentes, y pretendía seguir hablando sobre la valentía frente al poder político mientras venían a sacarnos de ese apuro.
Me di cuenta de que yo podía desgraciarme de un momento a otro, y demostrar mi fragilidad y cobardía, pero que hacía fuerzas para no decepcionarlo. El respeto de un lector fiel, aún en la disidencia, es como la mirada de la mujer que amas o los ojos vigilantes de tu hijo pequeño: a veces eres capaz de cualquier cosa para no defraudarlo, para no perder la dignidad, para mantener intacta la admiración de quien más te importa. Hubo un tiempo en que yo era temerario —cuando hacía reporterismo de sucesos y de investigación—, pero ahora sólo soy un viejo articulista maldecido, y no me considero un valiente sino un terco y un vulnerable: me parezco menos a Clint que a Woody Allen.
Pero el lector fiel nos sostiene y nos construye, y nos condiciona. Al mío no lo avergoncé la otra tarde bochornosa, pero estuve a punto de hacerlo. Por suerte el lector se cansó del encierro, giró un poco el cuerpo y abrió la puerta de acero de un simple tirón, algo que a ninguno de los otros tres se nos había ocurrido. Salimos al pasillo como ardillas retenidas largamente en una trampa, y todavía el lector majestuoso tuvo tiempo de recordar una columna que yo había escrito contra el peronismo. Me despedí de todos con la máxima cortesía y salí a la calle aliviado, como si hubiera salvado el pellejo por un pelo.
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