¿SOBREVIVIRÁ EUROPA?
Ignacio Camacho: '¿Sueñan los androides europeos con tanques eléctricos?'
El columnista de ABC abre las páginas de este número especial en un momento de encrucijada para Europa, cuyos valores están amenazados por los retos y vaivenes de este incierto siglo XXI
Artículo de Andrea Marcolongo
Articulo de Michael Ignatieff
Articulo de Mircea Cartarescu
Artículo de Rob Riemen
Artículo de David Rieff
Artículo de Ana Blandiana
Artículo de Andrei Kurkov
Artículo de Jorge Fernández Díaz
Artículo de Edu Galán
Artículo de Rebeca Argudo
Artículo de Jesús García Calero
Artículo de Jaime Rosales
Entrevista a Wolfram Eilenberger
Las 'dos personas normales' de Rodrigo Cortés y Europa

Cuando George Simenon comparó Europa con un violín sonando de noche en una calle mojada estaba evocando una tradición cultural elevada al rango de idiosincrasia. Esa herencia que va de Mozart a Shostakóvich, de Cervantes a Balzac, de Rembrandt a Picasso, de Farinelli a ... Caruso, de Homero a Kavafis, de Aristóteles a Kant, de Erasmo a Goethe, de Rabelais a Kafka. Un acervo común basado en la filosofía griega, el derecho romano y la religión judeocristiana, la tríada fundamental sobre la que los padres fundadores de la CE construyeron un artefacto político para coser las heridas de un continente devastado por la barbarie supremacista aria. Una utopía realizable y realizada de paz civil, progreso económico, sensibilidad moral y estabilidad democrática.
Era complicado pero salió bien. A partir de una comunidad de sentimientos y de un patrimonio inmaterial compartido fue posible crear un espacio inédito de libertades públicas y derechos sociales organizado por un avanzado orden jurídico. La nueva luz en lo alto de la colina iluminando el territorio de la razón tras el delirio de las tiranías y los nacionalismos. Un oasis de bienestar en un mundo turbulento, una historia de éxito aunque hayan salido mal algunos proyectos y se eche en falta en la actualidad más masa crítica de pensamiento estratégico.
Para los españoles, Europa fue durante la dictadura de Franco un ideal, una aspiración, casi un sueño. Un billete de primera clase hacia un futuro que entonces nos parecía muy lejos. Un marchamo de normalidad, un exorcismo contra los viejos demonios cainitas del fracaso histórico, que se convirtió después, una vez consumado el ingreso oficial, en una formidable palanca de desarrollo.
Ortega nos había enseñado hace un siglo que Europa siempre era la solución, nunca el problema, y así lo hemos venido creyendo con firmeza, por más que en los últimos tiempos venga creciendo, por causas más ajenas que internas, la incómoda sensación de que la solución también empieza a formar parte del problema. Pero aun así, incluso en un momento de incertidumbre global, una inmensa mayoría sigue compartiendo la idea de que es mejor estar dentro que fuera.
La unión era nueva luz en lo alto de la colina, iluminando el territorio de la razón tras el delirio de las tiranías
El nuevo sentimiento euroescéptico, común en todos los socios comunitarios, tiene que ver con los evidentes fallos de unos mecanismos estructurales cuyo diseño fundacional pertenece al pasado y está pendiente de una puesta al día de sus parámetros para adaptarlos a los conflictos contemporáneos. Ese desafío se ha hecho perentorio tras la invasión rusa de Ucrania y el repliegue norteamericano.
El debate consiste ahora en cómo conservar el modelo de avance cultural y social a salvo de las amenazas geopolíticas y del empuje de los populismos insolidarios. Cómo seguir manteniendo el estatus de Venus, por decirlo con la metáfora desdeñosa de Robert Kagan, cuando el culto a Marte ha resurgido con inesperado entusiasmo.
Quizá haya que aceptar la renuncia, o al menos el replanteamiento, a algunos objetivos de máximos que se han vuelto más conflictivos que eficaces. Recuperar los consensos exigirá modificar agendas sectoriales que en la actual coyuntura necesitan reprogramarse para no provocar entre los perdedores una desafección todavía evitable. Y no va a ser fácil frenar la corriente de pesimismo creciente bajo el síndrome de esa 'cultura de la queja' (Robert Hugues) con que las sociedades avanzadas tienden a exacerbar su grado de exigencia. Las crisis de crecimiento y de desigualdad generan dificultades complejas que exigen soluciones concretas, una demanda imposible de satisfacer con la retórica hueca de una dirigencia ensimismada en su lenguaje de madera.
El humanismo y la cultura, en sentido extenso, son las vigas maestras del proyecto europeo
Cuando suenan de nuevo bien cerca los tambores de guerra, y no es un eco remoto sino una hipótesis cierta, los ciudadanos de la Unión no van a entender las prioridades artificiales de la endogamia bruselesa. Parafraseando la distopía de Philip K. Dick ('¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas'?), no será con tanques a pilas como se pueda soñar con una defensa seria de la civilización europea, por imperativa que resulte la transición energética para la supervivencia del planeta.
Y transformar una comunidad de consumidores desarmados en potencia disuasiva va a requerir sacrificios antipáticos y cambios de mentalidad para los que acaso no estemos preparados al cabo de seis décadas de estimulante relajo.
Esfuerzo de rearme
Las críticas a la debilidad estructural y de liderazgo, a los problemas de gobernanza, al exceso de regulación y de burocracia, a la ausencia de política migratoria o a unos procedimientos de toma de decisión demasiado engorrosos y lentos tienen un fondo cierto. Y el imprevisto esfuerzo de rearme va a suponer un alto precio. Pero el 'coste de la no Europa', definido por Paolo Cecchini, sería mucho más caro, inasumible para los países pequeños.
La aparición de tres de los cuatro jinetes del Apocalipsis —el hambre (recesión), la peste (pandemia) y la guerra— en el último decenio se ha resuelto en el seno del club europeo gracias en gran medida a sus mecanismos de cooperación institucional y a la robustez de su músculo financiero. En esas crisis sucesivas se ha demostrado que los servicios educativos y asistenciales, la seguridad jurídica, la autonomía alimentaria o la protección del sector primario mantienen en la UE parámetros bastante superiores a los de la mayor parte del mundo desarrollado.
El nivel de vida y las garantías igualitarias permiten incluso una razonable absorción de migrantes y refugiados, pese a la alarma que suscita su impacto en algunos sectores xenófobos acostumbrados a concebir un continente blanco, racial y espiritualmente unitario.
El reto más importante de Europa como concepto consiste en la necesidad de mantener su condición de ámbito cultural —en el más amplio sentido de la palabra— de primera línea. En la capacidad de seguir siendo un entorno de convivencia, de tolerancia cívica, de libertades individuales y colectivas. En la aptitud para continuar propiciando un equilibrio entre la vocación federalista y los acentos nacionales de comunidades distintas. Europa fracasará tanto si deja de ser un «lugar de la memoria» (en palabras de Steiner), un repositorio patrimonial fruto de la larga historia compartida, como si se encierra en una burbuja endogámica, narcisista, de complacencia consigo misma.
En la contemporaneidad no sirven modelos de horma fija; la vigencia de los paradigmas exige un trabajo de actualización continua. Y para ello no hay otra receta que la de volver a las raíces humanísticas.
La política de las emociones, la del populismo y los nacionalismos identitarios, conduce a experimentos siniestros
La defensa del orden liberal sólo es posible desde las convicciones fundadas en el pensamiento. La política de las emociones, la del populismo y los nacionalismos identitarios, conduce a experimentos siniestros cuyas consecuencias conocemos. Es la cultura, en sentido extenso, la pieza central, la viga maestra, la base real del proyecto europeo. Y aunque es verdad que Atenas también se supo defender por la fuerza cuando no tuvo más remedio, fueron la democracia y la conciencia de excelencia civilizatoria los elementos que la dotaron de energía mental para correr riesgos.
No habrá futuro sin desarrollar anticuerpos intelectuales capaces de combatir la corrosión de los lazos internos, esa clase de vínculos solidarios que han construido un espacio ejemplar de valores éticos. Europa no son tratados, ni instituciones; es una voluntad de acuerdo asentada sobre el legado cultural que alumbró el humanismo del Renacimiento y creó la arquitectura moral y social de una experiencia única en el mundo moderno. Y sólo a partir de esa idea seguirá existiendo la posibilidad de que la Historia sea como nos la merecemos.
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