Los héroes del Blasco, el centro logístico creado por voluntarios
En ausencia de respuesta oficial unas decenas de anónimos vecinos de Benetússer convirtieron el colegio Blasco Ibáñez en la máquina perfecta para dar solución a cualquier necesidad derivada de las inundaciones
El milagro de la parroquia de La Torre: la coordinada ayuda de voluntarios a miles de afectados
En 'Utopía' santo Tomás Moro describió una arcadia idílica, un paraíso organizativo en el que el Estado queda reducido al mínimo y el protagonismo recae en los ciudadanos, sin diferencias entre ellos, subordinados con placer al interés social y con todas sus energías puestas ... al servicio de la comunidad. Un modelo, tan admirable como inalcanzable, que ha llevado a que el neologismo inventado por Moro, utopía, sirva hasta hoy para definir los sistemas ideales de muy difícil realización.
Como Utopía, el Colegio Blasco Ibáñez de Benetússer -'el Blasco', como allí es conocido- es una isla. Su privilegiada ubicación en la zona más alta de la población y los tres escalones que elevan la planta baja del suelo evitaron que se inundara en la noche del martes 29 de octubre. Sobrevivió incólume mientras todo a su alrededor sonaba a destrucción, muerte y desolación. Con las primeras luces del miércoles algunos vecinos encontraron allí el lugar seguro para acarrear botellas de agua y alimentos salvados de los estantes altos de una industria pastelera cercana. En medio del desconcierto inicial, la intuición era salvar agua y comida para quien la pudiera necesitar. Fue el germen de la sociedad perfecta que ese mismo día comenzaría a gestarse en el Blasco'
«Yo llegué el primer día porque no tenía agua en casa y me dijeron que aquí repartían. Cuando vi lo que había aquí montado, recogí el agua, la llevé a mi casa y volví para apuntarme». Quien lo cuenta es Rebe o 'la rubia de la puerta', como todos la conocen. Porque aquí, entre quienes no se conocían de nada, los apellidos se hacen innecesarios y como en los pueblos pequeños se han recuperado los apodos como forma de identificación.
Así Rebeca, como indica su mote, es una de las primeras caras con la que te encuentras. Se encarga del 'triaje'. Igual redirige a los voluntarios que vienen buscando una tarea o cobijo o ducha reconfortante tras un largo día de trabajo, como se encarga de avisar a la cocina cuando llega comida caliente, de enviar al patio trasero a los que donan comida, productos de limpieza o ropa, sobre todo botas de agua, la prenda más codiciada los primeros días. No falta una sonrisa en cada una de sus indicaciones, ni tampoco el registro meticuloso, a mano, en una carpeta azul de anillas que reposa sobre un pupitre, hurtado temporalmente de un aula, y ubicado en medio del patio.
Una carpeta que recoge la breve pero intensa historia del Blasco, el registro de este efímero paradigma de resistencia, adaptación y solidaridad que cerca de un centenar de voluntarios anónimos creó de la nada en medio del desastre. Todo en esta utopía en medio de la inundación son voluntarios, un claro demostración de cómo cuando falla el Estado, cuando no hay nadie al mando, como ocurrió en esta tragedia desde el primer momento, la gente -sólo el pueblo que salva al pueblo como se proclamaba los primeros días- se convierte en la única y eficaz respuesta.
Durante quince días 'el Blasco' fue la sociedad perfecta, la máquina engrasada capaz de dar respuesta a cualquier problema que se planteaba, el ejemplo de que en medio del caos es posible la neguentropía, la vuelta al orden, el lugar al que llegaron los mandos del Ejército, requeridos por los voluntarios para que se hicieran cargo del funcionamiento, y se marcharon dando la enhorabuena a quienes estaban al frente. «Habéis armado un castillo», les dijeron tras comprobar el funcionamiento. Nunca volvieron. Una historia ante la que es preciso poner rostro -aun asumiendo la injusticia de no poder citar a todos- para reconocer cómo unas decenas de voluntarios anónimos se convirtieron durante dos semanas en ejemplares ciudadanos de una utopía que, esta vez sí, fue real.
«Un equipo patea las calles para detectar los puntos que necesitan ayuda»
Álex, 'el jefe rumano'
El contrapunto de Rebe, al otro lado del colegio es Álex. En el patio trasero su cometido es coordinar a los voluntarios que llegan hasta reclamando un lugar donde limpiar, los que reparten a domicilio los productos de limpieza y las herramientas necesarias para limpiar el barro y organizar las cargas y descargas de furgonetas y coches que entran y salen con material de limpieza. En medio del campo de fútbol sala del colegio, bajo una carpa blanca, en otra mesa sacada de un aula, un cuadrante dibujado a mano sobre un A3 señala las zonas de la población en las que necesitan o ya se han enviado a voluntarios.
«Estoy desde casi el primer día», nos dice. «Bueno, empecé limpiando en las calles hasta que mis pies murieron y decidí quedarme aquí a echar una mano», puntualiza. Es uno de los afectados por el ERTE de la Ford en Almussafes y desde hace dos semanas está en el paro. Ahora está en su 'nuevo puesto de trabajo' desde las siete de la mañana a las 12 de la noche. «Me sirve también para no pensar», nos reconoce. Con su apodo tampoco se han complicado mucho. «Soy de origen rumano, así que me llaman 'el jefe rumano'», nos explica.
La llegada de unos voluntarios interrumpe nuestra charla. «Hemos pedido a todos los que vienen a pie desde Valencia que pasen primero por aquí y desde aquí les distribuimos en grupos según las necesidades que nos han pasado los vecinos o hemos detectado nosotros con un equipo que patea las calles del pueblo para detectar los puntos calientes», nos explica. A los recién llegados, Álex los agrupa con un voluntario local que les servirá de guía hasta la zona donde son necesarios. «¿Tenéis de todo?», les pregunta, «si os falta algo, cepillos, botas o ropa, aquí os podemos dar», añade.
«Ojalá hubiese una hoja de cálculo para gestionarlo todo, aquí es una libreta escrita a mano»
Marta, 'la chica de Manchester'
A Marta el desastre le sorprendió en Manchester, donde estaba viviendo por motivos laborales. «De repente me empezaron a llegar whatsapp y no entendía nada, de que se inundaban las calles, de que venía la ola», nos explica. Fue una noche de tensión vivida desde la distancia de miles de kilómetros. «No pude localizar a mis padres, porque no debían tener cobertura. A las tres de la mañana recibí un mensaje: 'tenemos un uno por ciento de batería, ha entrado agua pero está controlado'. Esa noche viví el pánico», recuerda.
Tenía el vuelo de vuelta para el día 2 de noviembre, pero no pudo entrar todavía en la zona cero y reencontrarse con su familia y se alojó en casa de unos amigos. «Tú entras como sea», le dijo su amiga y se fueron para allí a pie. «Quedé impactada con las primeras imágenes, una cosa es ver los vídeos y otra en directo, es como si estuvieras viviendo una película de ciencia ficción. Habían pasado cinco días y aquí no había llegado ningún tipo de ayuda», nos explica todavía con cara de sorpresa.
Ese mismo día se enteró de la labor que se estaba realizando en el Blasco y se fue para allí. Colabora con Álex en la carpa de productos de limpieza, pero desarrolla tareas de coordinación. «He vivido muchos años en Madrid y tengo amigos a los que mandé un mensaje pidiendo ayuda. Esta semana nos han traído 400 litros de aceite y nos han ofrecido 1.200 voluntarios universitarios para venir a ayudar, que todavía no hemos sido capaces de gestionar», nos narra.
«Estamos dando lo mejor de nosotros, esto es un ejemplo de solidaridad», nos explica aunque lamenta la falta de ayuda exterior. «Nos enteramos de las necesidades hablando con bomberos, policías o los vecinos, esto va pasando boca a boca a modo de cadena», añade. «Ojalá hubiese una base de datos para centralizar todo y hacerlo de forma organizada, pero la base de datos es una libreta escrita a mano», explica.
«Distribuimos de 800 a 1000 packs diarios de comida»
Pilar, 'la Jefa del reparto'
Si los dominios de Álex se extienden hasta la mitad del patio, en la otra zona arranca los de Pilar, jubilada, de 72 años y que está al frente del reparto de comida y productos de higiene. «Como soy la más mayor, conmigo no se han atrevido con el apodo, soy sólo 'la Jefa'», nos explica un poco antes de las 17 horas, cuando abrirán las puertas a la larga cola que espera fuera del colegio. Desde una carpa blanca, con filas de entrada y salida, distribuyen la comida, los productos de aseo personal y los específicos para bebés. «Por las tardes también damos comida cocinada, fruta, verdura, pan y lo que puedan necesitar». En dos organizados turnos de dos horas, de mañana y tarde, se distribuyen de 800 a 1000 packs diarios, que prepara un grupo de voluntarios al mando de Pilar.
«Mi obsesión es que la gente pueda comer de caliente»
Mari Carmen, 'La cocinera del Blasco'
«Me da mucha pena que la gente de la calle no tenga comida caliente», nos dice Mari Carmen desde sus dominios, la cocina del colegio. Aunque está de baja, desde el primer día se presentó en 'el Blasco' y se ofreció para lo que mejor sabe hacer: «Soy muy 'apañá' con la cocina y desde el primer momento me he buscado la vida para conseguir que el pueblo pueda comer», nos explica. Sin gas, sin agua y con cortes intermitentes de la luz, la cocina del colegio no estaba en condiciones de ser utilizada, por lo que Mari Carmen buscó mil posibilidades para complementar con algo caliente la ayuda de galletas, latas y productos envasados que desde el primer momento se repartía.
La solución llegó de la mano de la ong World Central Kitchen del chef José Andrés. «Fui andando hasta Paiporta y allí hablé con Pepa, la cocinera de El Qüenco de Pepa. Ahora ya somos amigas y es la que me ha traído todas estas raciones», nos explican indicando las cestas en que las reposan cientos de raciones individuales de guisado con patatas. «Ahora estamos distribuyendo las que se repartirán a la gente que viene a pedir ayuda y las que guardamos para los bomberos para cenar esta noche», añade. Y es que, además de centro logístico, el Blasco también acoge a un centenar de bomberos madrileños de la Ericam, que duermen en las aulas del primer y segundo piso.
«Los primeros días lo más demandado era la ropa interior»
Elena, 'la chica del Zara'
«No nos ha contratado Amancio Ortega pero hemos creado aquí un buen departamento», nos dice entre risas Elena, la encargada de la distribución de la ropa, a la que no han dudado en rebautizar como 'la chica del Zara'. «Desde el primer día empezó a entrar muchísima ropa, demasiada, y empezamos a clasificarla por tipo de prenda y talla», nos explica a la par que nos muestra el aula del primer piso llena hasta arriba con todo tipo de ropa ya arreglada en cajas.
«Quienes la necesitan no suben hasta aquí, sino que llegan a la puerta hacen la comanda con sus necesidades y un voluntario llega hasta aquí, le prepara el pedido en una bolsa y se lo entregamos», describe Elena sobre su eficiente proceso de trabajo. Ella se reparte entre las aulas, donde los voluntarios organizan la ropa y la mesa de la entrada a donde llegan quienes no tienen con qué vestirse. «Ahora nos piden más ropa de abrigo, aunque los primeros días lo más demandado era la ropa interior, bragas, calzoncillos y calcetines», concreta.
«Estoy aquí desde el primer día pero pronto tendré que dejarlo, porque mi jefe ya me ha pedido que me reincorpore al trabajo, en una clínica de estética», nos confiesa con una extraña mezcla de tristeza y alivio. «Venimos a preguntar qué es lo necesitaban y yo me dediqué a la ropa, porque ví que era lo que estaba más abandonado, así que creé un grupo y le pedí a mi hija de catorce años y sus amigas que vinieran a ayudar», explica. Y son precisamente ellas, las «auxiliares de la chica del Zara», el equipo de adolescentes entregados que sube las escaleras cada par de minutos cada vez que llega un pedido.
«Nadie nos ha enseñado a hacer esto, ni nadie es más experto que el otro»
Rebe, 'la rubia de la puerta'
En realidad a Rebeca la conocimos dos días antes, en la barra del bar de Laura, el primero que logró abrir en Benetússer el día 2 de noviembre, cuatro días después de la tragedia. Venía para pedir diez o quince cervezas frías. «Sólo me quedan nueve», le contestó Laura. «Pues me las llevo, son para los voluntarios del Blasco, que van a almorzar ahora y se merecen algo fresquito», le dijo. Hasta ahí llegaban las funciones de 'la rubia de la puerta'.
Nos cuenta que desde el primer momento la organización fue improvisada. «No hubo ninguna reunión ni nada, cada uno que llegaba se iba ubicando donde hacía más falta o podía aportar en función de su experiencia y poco a poco nos fuimos especializando», explica. «Nadie nos ha enseñado a hacer esto, ni nadie es más experto que otro, hemos ido modificando algunas cosas si veíamos que no funcionaban», añade.
Tampoco faltó la picaresca. Los primeros días hubo quien aprovechó la permisividad para robar algunas cosas o llevarse más de lo necesario, y fue cuando comprendieron que era necesaria una identificación para evitar intrusos malintencionados. Desde ese momento todos los héroes del Blasco lucen chalecos amarillos, en los que no falta su nombre y apodo escritos con rotulador permanente.
«Todo esto se montó porque las farmacias han desaparecido, al igual que los centros de salud»
Lorena, 'Lor farma love'
En el interior de la planta baja junto al despacho de la directora del colegio -doña Esperanza reza la improvisada inscripción escrita con rotulador en la puerta-, se encuentra el botiquín de este centro logístico. Al frente está Lorena, apodada 'Lor fama love', una gerente de farmacia que comenzó los primeros días a organizar los medicamentos que se pudieron salvar en el centro de salud, arrasado por la ola proveniente del barranco, y que después llegó al Blasco a organizar «todos los medicamentos que la gente estaba donando». «Los clasificamos y ahora los distribuimos en función de las necesidades, para intentar que nadie la use mal».
Analgésicos y productos para primeras curas son los más solicitados. «Los bomberos llegan con los pies destrozados después de un día sacando lodo y les intentamos curar», explica Lorena. «Hemos hecho turnos y aquí siempre hay por lo menos dos médicos, dos enfermeros y un farmacéutico», añade. «Todo esto se montó porque las farmacias han desaparecido, al igual que los centros de salud, por lo que si alguien llega con una petición más específica, consultamos con una farmacia de Valencia que esté operativa cuál es la medicación que tienen recetada y les ayudamos a que la tomen de forma controlada», concreta Lorena. También han habilitado un servicio para reparto a domicilio a personas mayores o dependientes, que todavía no han podido pisar unas calles que siguen cubiertas de barro. «Estamos dando nuestro corazón, porque esto está siendo muy duro. Lo mínimo que podíamos hacer es colaborar desde nuestro campo, la medicina y la farmacia», explica.
«A quienes desde los despachos toman decisiones sólo les digo que antes vengan al barro»
Carlos, 'el veterinario mascotero'
Los humanos no son los únicos que requieren asistencia en una situación de emergencia de este tipo, también los animales de compañía se ven afectados por una inundación que ha destrozado las calles e impide que llegue hasta la zona cualquier tipo de suministro. Así, hasta el Blasco también llegó Carlos, veterinario, junto a varios compañeros de la Fundación Mascoteros. «Queremos ser un punto de atención veterinaria para dar ayuda a todas las familias que se han quedado sin una referencia profesional, porque 24 clínicas veterinarias de esta zona han quedado totalmente arrasadas», nos cuenta.
«Hemos tenido la suerte de que este colegio está abierto para ayudar a la población, que consta de humanos y de animales y aquí estamos tratando a unos y otros», añade Carlos. De hecho, la unidad móvil que han trasladado desde Madrid también ha servido para realizar algunas radiografías a bomberos que se habían lesionado en las tareas de rescate. «Tenemos un sistema de radiología digital y un quirófano completo, así que con la ayuda de la médico del Edicam, si podemos descartar una rotura aquí sin necesidad de tener que llegar hasta el hospital más cercano, con lo complejo que es con las carreteras cortadas es tiempo que ganamos», nos explica.
Los 'mascoteros' han ocupado el edificio anexo de infantil. Allí tienen la improvisada clínica veterinaria, en la que Lolo, un perro, se ha convertido en símbolo de la resistencia. «Llegó prácticamente muerto y estamos tratando de sacarlo adelante», explica mientras nos muestra al can reposando sobre una cama hecha con unas mantas y unas cajas de cartón. «La cierto es que la gente está siendo bastante consciente y sólo está trayendo los animales cuando hace falta, lo cual es muy agradecer», nos explica mientras avanzamos a otra de las aulas donde las bolsas comida están distribuidas en función de los usuarios: «Aquí para perros, esta es para gatos y también tenemos comidita para otras mascotas, heno…», añade.
Carlos también ha sufrido presiones para que 'el Blasco' se desmantele y vuelva a su uso educativo habitual. «Nosotros tenemos claro que esto es un centro educativo y que los niños tienen que volver, pero cuando se den las condiciones para ello. Ahora estamos en una situación excepcional y hay que hacer excepciones y si esto funciona y está dando servicio a la comunidad debe seguir abierto y funcional», reclama. «A quienes desde los despachos toman decisiones sólo les digo que antes vengan al barro, que vean y escuchen, porque la realidad se ve muy distinta», sentencia.
A pesar de todo, la utopía del Blasco comenzó a desmantelarse el martes 12 de noviembre por la tarde. La amenaza de DANA, de nuevo, para el día siguiente llevó a todos los voluntarios a una lucha desesperada por poner a salvo toda la comida, ropa y productos de limpieza que se almacenaba en los patios. Lo ubicaron sobre palés, para permitir el fácil traslado hasta el pabellón municipal donde ya se hará cargo la Policía Local y el Ejército. El miércoles ya se habían suspendido los repartos, mientras las grúas y camiones comenzaban a desalojar el Blasco. El agua, la crecida del barranco y la inundación fueron el germen de este improvisado centro logístico autogestionado y de nuevo la lluvia, esta vez más calmada, puso fin a la experiencia y cerró dos semanas en las que, ante la ausencia del Estado, los voluntarios anónimos hicieron posible lo que parecía utópico.