la tercera
Picasso, teatrero
Picasso se esmeró en controlar su imagen como el más avispado 'influencer', hábilmente rodeado de fotógrafos para los que posaba en ese carismático estilo campechano

Picasso era fotogénico. Retratado en la playa, en bañador, o en el estudio con el torso desnudo; portando el parasol para su última conquista, o con un gorrito o un cráneo de buey o un bombín. Pecho descubierto y corona, como el rey de una ... isla remota. Ante una corrida de toros en el sur de Francia, rodeado por su joven mujer e hijos con rasgos de distintas madres. Picasso es un truhán y es un señor, algo bohemio y soñador, como el personaje que construyó Julio Iglesias después. Picasso lleva camiseta de rayas, parecida a la que lucía Joaquín Sabina en la portada de 'La mandrágora'. Su influencia como icono es innegable, y sus ojos negros aún nos miran con esa cualidad fascinadora –el mediterráneo mito de la mirada, que los romanos vinculaban al mal de ojo y la capacidad de someter al hechizado– desde portadas de suplementos culturales, bolsas de tela, tazas y pósters enmarcados en paredes. Estamos en un año Picasso y la caja registradora pita de gozo cada vez que damos otra vuelta al fructífero nudo entre vida y obra, que aquel Pablo ató fuerte para nosotros. Abundan los artículos que defienden la posibilidad de aislar la obra, pero también los que ponen una lupa sobre la letra pequeña de su biografía como muy acreditado maltratador. Se intenta llegar a una conclusión y parece que esta pasa por elegir bando: celebrar o cancelar.
Como escritora y dramaturga, en los últimos años me he dedicado, a veces por encargo y otras por deseo propio, a autoras más o menos conocidas: la poeta Safo, la escritora Elena Fortún, Teresa de Jesús, la escultora Marga Gil Roesset; me ha apasionado indagar en su recorrido como autoras difíciles, erosionadas por el tiempo –solo se conserva un poema completo de la vasta obra original de Safo–, por el secreto –en los últimos años se han publicado dos novelas que Elena Fortún escondió–, por la autodestrucción –Marga Gil Roesset hizo pedazos las hermosas esculturas en su estudio antes de quitarse la vida– o por la estrategia –Teresa de Jesús encontró su voz entre confesores, interrogatorios de la Inquisición y acción política–. Cuando la compañía de payasos Rhum y Cía me propuso escribir sobre Picasso inicialmente sentí que no era un encargo para mí: él, a diferencia de las autoras antes mencionadas, ha sido ininterrumpidamente venerado bajo la advocación de genio, máximo artista del siglo XX y una larga lista de epítetos complacientes. Los centenarios, al fin y al cabo, suelen servir para subrayar un estatus, y un brindis no admite matizaciones, que son la sal de la escritura. Sin embargo, una idea empezó a susurrarme. ¿No sería precisamente un texto teatral, con su obligación técnica de acoger el conflicto, la alternativa interesante a un brindis? Algo me sugería una conexión entre el secreto y el tótem, lo silenciado y lo 'mainstream'. Me había especializado en autoras huidizas, complejas, a veces ocultas. Por qué no acercarme, por una vez, al rey millonario descalzo, cuya producción no tiene nada de rota, fragmentada o perdida, más bien al contrario. Hiperproductivo hasta los noventa años, inmune entre guerras mundiales y más allá, decimonónico de nacimiento y puro siglo XX por su capacidad para atravesar estilos e hitos históricos, conoció el éxito desde joven y durante décadas perfeccionó un pequeño reino propio, una corte de admiradores y admiradoras supeditados a sus leyes ególatras. «No puedo aguantar a la gente que me dice que no […] He llegado a un punto de mi vida en el que no quiero ninguna crítica de otra persona», advirtió al escultor Giacometti cuando este intentó protestar por la naturaleza tiránica de sus relaciones.
Picasso se esmeró en controlar su imagen como el más avispado 'influencer', hábilmente rodeado de fotógrafos para los que posaba en ese carismático estilo campechano. Se enfrentó a las sucesivas mujeres que quisieron relatar su versión de la convivencia, hasta el punto de mover hilos para prohibir la publicación de los libros de sus ex compañeras Fernande Olivier y Françoise Gilot. Afortunadamente cada una consiguió compartir su perspectiva, aunque Françoise atestigua cómo su carrera de pintora se vio perjudicada por la exigencia de Picasso a marchantes y galeristas de que no trabajaran con ella en castigo por señalar las sombras del emperador. Para entonces, Picasso llevaba años jugando en su obra con diversas máscaras, autorretratándose como Arlequín, como Minotauro, como anciano 'voyeur' de mujeres desnudas. La insistencia en el juego de la máscara revela esta paradoja: se disfraza para afirmar un personaje, pero al dejar tan claro que es un disfraz, hay un interrogante abierto, porque sabemos que oculta algo. El emperador se ha disfrazado, pues, con un traje transparente. Esta es la potencia de su representación. Picasso fue un titiritero de sí mismo, como brillantemente evocó la compañía Els Joglars en el espectáculo 'Daaalí' (1999).
Asomarse a su inagotable bibliografía –de ensayistas, biógrafos, amigos, familiares y personas que pasaron un fin de semana con él– supone tomar conciencia de la cultura del 'genio'. Picasso entendió como nadie el vínculo entre el artista exitoso y la seducción. Representó la unión de bohemia y poder que históricamente hemos aplaudido en un artista, y consolidó dos de sus atributos: un compromiso político lo suficientemente difuso como para resistirse a etiquetas definitivas, y una colección de mujeres, preferiblemente de personalidad fuerte y creativa pero cuya salud, economía o carrera se resientan en nombre del romance. Cuántos artistas no habitan la estela de Picasso, consciente o inconscientemente.
Hace poco, mientras observaba a las multitudes avanzar a codazos por las salas del Museo Picasso de Málaga, pensaba en este arraigado mito del 'genio' canallita, este truhán, bohemio, soñador, a veces cuerdo y a veces loco –sí, otra vez Julio Iglesias, que también llevaba camiseta de rayas en la portada de un disco, como Sabina–, tan diferente de las historias que hemos asimilado sobre artistas mujeres. Por ejemplo, Dora Maar, fotógrafa experimental y de fuerte conciencia política, convertida por Picasso en musa histérica, La mujer que llora. Una tradición martirológica de autoras truncadas.
Ahora que estamos de aniversario por el gran triunfador del siglo XX –me incluyo, como dramaturga que aceptó el encargo, espantada al principio por lo que encontré en las biografías, pero finalmente deseosa de saber más sobre esta seducción, elevada a adoración colectiva– es la oportunidad de demostrar que el reconocimiento puede ser crítico y autocrítico, sobre todo en la arena teatral. Que salga la letra pequeña, esa que habla de cobardía, egoísmo, maltrato, a bailar su propio baile entre farolillos con logos institucionales.
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