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La Tercera

Comercio y desvaríos económicos

¿Qué debe hacer la UE ante esta situación? En primer lugar, no precipitarse. San Ignacio de Loyola aconsejaba no hacer mudanza en tiempos de desolación

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Jesús Fernández-Villaverde

En agosto pasado, mi mujer y yo visitamos el hotel Mount Washington, en Bretton Woods, en el norte de Estados Unidos. Más allá de la belleza del paisaje, lo que realmente nos atrajo (mi mujer también es economista) fue la posibilidad de conocer el lugar donde, durante tres intensas semanas de julio de 1944, se sentaron las bases del nuevo orden económico mundial. Allí, delegados de 44 países diseñaron una arquitectura internacional sustentada en tres pilares: la integración de las economías nacionales mediante un sistema común de comercio y flujos de capital; la cooperación institucional entre Estados, articulada a través del Fondo Monetario Internacional y otros organismos multilaterales; y un liderazgo claro, aunque implícito, por parte de Estados Unidos.

Este orden ha perdurado, en sus líneas generales, durante 80 años. La prosperidad que ha generado es difícil de comprender incluso para quienes nos dedicamos al análisis profesional de la economía global. En 1950, el 61,1 por ciento de la población mundial vivía con el equivalente a siete euros de 2024 o menos al día, una cifra que suele marcar el umbral de la «pobreza extrema». En 2024, esa proporción ha caído por debajo del 13 por ciento y continúa descendiendo a un ritmo notable.

Pocos países han sacado tanto partido de este sistema como Estados Unidos. Basta pasear por los barrios más acomodados de las áreas metropolitanas de Nueva York, Los Ángeles o Chicago para maravillarse con el tamaño de las mansiones o los coches aparcados en sus entradas. Quien crea que en La Moraleja hay casas o coches impresionantes, no ha viajado lo suficiente. Y un joven nacido en una familia de clase media-alta en Minneapolis o Atlanta tiene hoy acceso a unas oportunidades vitales que solo están al alcance de los europeos más ricos. Por eso resulta tan desconcertante que sea precisamente EE.UU. –y en particular Donald Trump y su entorno– quien haya optado por dinamitar este orden económico internacional.

El anuncio de los aranceles el miércoles pasado es incomprensible. Estados Unidos quiere imponer unos aranceles proporcionales al déficit comercial que tiene con cada país, pero con un mínimo del 10 por ciento. Como no hay argumento alguno en la teoría económica que justifique esta fórmula, la abrumadora mayoría de los economistas nos hemos quedado perplejos intentando encontrar alguna justificación, aunque fuera mínima, de esta. Tras varios días de deliberación, la única conclusión a la que puedo llegar es que, como le gustaba decir al gran físico Wolfgang Pauli, esta decisión «no es ni siquiera incorrecta»: no alcanza ni un nivel mínimo de coherencia.

En primer lugar, aunque un país pudiera tener razones legítimas para querer reducir su déficit comercial, lo que carece de sentido económico es intentar hacerlo país por país. Lo razonable es mantener déficits con aquellos países cuyos bienes y servicios valoramos especialmente, y superávits con aquellos que valoran los nuestros. Por ejemplo, España lleva años registrando un superávit comercial con el resto del mundo: eso significa que, aunque tenemos déficits bilaterales con algunos países y superávits con otros, el saldo agregado es positivo. Así es como funciona una economía abierta y eficiente.

En segundo lugar –y esto es aún más relevante–, el saldo exterior de bienes y servicios de un país no es más que la diferencia entre su inversión y su ahorro. Esta relación no es una teoría ni una opinión: es una identidad contable que se cumple siempre y en todo lugar. En el caso de EE.UU., el déficit exterior persiste porque la economía estadounidense invierte mucho más de lo que ahorra. Por tanto, eliminar el déficit comercial solo sería posible recortando la inversión –lo que implicaría un menor crecimiento futuro– o incrementando el ahorro nacional, lo que suele requerir ajustes complejos en el consumo público y privado.

Eso fue, precisamente, lo que ocurrió en España tras la crisis del euro: las duras restricciones financieras impuestas a nuestra economía obligaron a un ajuste muy severo. En pocos años pasamos de un déficit exterior considerable a un superávit significativo, no porque renegociáramos país a país nuestras relaciones comerciales, sino porque el colapso de la inversión –especialmente en el sector inmobiliario– y el aumento forzoso del ahorro transformaron nuestro saldo comercial.

¿Qué ocurre cuando se imponen aranceles de forma generalizada sin modificar las decisiones nacionales de inversión y ahorro? La caída en la demanda de bienes y servicios importados se traslada, en parte, hacia productos nacionales. Sin embargo, este desplazamiento eleva la demanda agregada, empujando al alza los tipos de interés reales y apreciando la moneda local –en este caso, el dólar–. Esta apreciación encarece las exportaciones, lo que contrarresta parte del efecto inicial del arancel. El resultado final, tras el proceso de ajuste, es un déficit comercial muy similar al de partida, pero con una estructura de producción menos eficiente, que termina siendo costeada por los consumidores nacionales a través de precios más altos y menor variedad. Aunque existen contextos en los que un sesgo temporal hacia la producción nacional puede tener efectos positivos –por ejemplo, en una fuerte recesión con demanda deprimida–, Estados Unidos no se encuentra, ni remotamente, en ese escenario.

El país enfrenta desafíos económicos reales, como un déficit fiscal estructural muy elevado y niveles preocupantes de pobreza, tanto en zonas rurales como en barrios deprimidos de las grandes áreas urbanas. Pero restringir el comercio internacional no resolverá ninguno de estos problemas. Más bien al contrario: abordar los desequilibrios fiscales con políticas responsables ayudaría a reducir también el déficit exterior, al aumentar el ahorro agregado de la economía. Un déficit público no es más que ahorro negativo del sector público.

¿Qué debe hacer la Unión Europea ante esta situación? En primer lugar, no precipitarse. San Ignacio de Loyola aconsejaba no hacer mudanza en tiempos de desolación. Este es uno de esos momentos: reflexionar con calma es preferible a reaccionar con urgencia, especialmente cuando actuar mañana o dentro de tres meses apenas cambia las condiciones de fondo. En segundo lugar, debemos recordar que los aranceles suelen perjudicar más a quien los impone que a quien los sufre. Es una de las verdades más difíciles de explicar a los estudiantes de economía, pero no por ello menos cierta. Resistir la tentación de responder con medidas espejo es esencial. Y, en tercer lugar, la respuesta europea debe apostar por reconstruir, en la medida de lo posible, un orden multilateral basado en reglas, aunque sea sin EE.UU. La historia demuestra que este tipo de sistemas acaban prevaleciendo, aunque tarden décadas en consolidarse.

En 2016, en una entrevista, advertí que Donald Trump nos conducía a un mundo más egoísta y con menor cooperación internacional, y que nadie saldría ganando. Pocas veces me ha dolido tanto tener razón.

SOBRE EL AUTOR
Jesús Fernández-Villaverde

es catedrático en Economía de la Universidad de Pensilvania

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