Editorial
La libertad suspende en Harvard
El supuesto pluralismo del que Harvard hace gala sirvió para propagar, como es evidente que ha sucedido, el antisemitismo, el racismo y una visión totalitaria del espacio académico
La Universidad de Harvard ha sido la primera en negarse a aceptar las imposiciones de la Administración Trump en cuanto que le exige, entre otras medidas, la eliminación de los programas DEI (diversidad, igualdad e inclusión) y el control del antisemitismo, con lo que se arriesga a perder 2.000 millones de dólares de fondos estatales. La férrea posición de la universidad más antigua de los Estados Unidos en este asunto la ha elevado como defensora de la libertad frente a la nueva Casa Blanca, pero ¿y si esta vez Trump tuviera razón? Desde su llegada a la Presidencia de los Estados Unidos, el presidente toma medidas que resultan excéntricas en el Gobierno de la primera potencia del mundo, y esto no hace albergar esperanzas en que en el mundo académico vaya a acertar más que en materia comercial o de exteriores, pero si está terminando con la libertad de Harvard, ¿era Harvard una universidad libre? Desde hace décadas, las universidades norteamericanas en las que se forma, supuestamente, la élite de la intelectualidad occidental han sido ocupadas por dinámicas políticas que las han convertido en una cosa muy distinta a la que deberían ser. Los espacios de la búsqueda de la excelencia académica, el esfuerzo, el mérito y el intercambio de ideas, libre y sagrado, han sido tomados poco a poco por políticas identitarias que han deformado sus objetivos.
Una de las medidas que impone Trump es prohibir las mascarillas. La prenda se usaba para esconder los rostros de los participantes en las protestas propalestinas que han tenido lugar en universidades de todo el país. Al margen de criticar legítimamente a Israel, se han lanzado proclamas a favor de los terroristas y se ha atacado a estudiantes y profesores por ser judíos o mantener posiciones políticas proisraelíes. Recibieron insultos, amenazas y se les impidió el acceso a sus centros con la connivencia de la dirección, que alegaba amparar la libertad de expresión, cuando era esa misma libertad la que estaba en juego.
En este caso, como en otros, el supuesto pluralismo del que Harvard hace gala sirvió para propagar, como es evidente que ha sucedido, el antisemitismo, el racismo y una visión totalitaria del espacio académico en la que unos pocos amedrentan al resto e imponen el silencio y el miedo. Podemos aquí trazar lamentables paralelismos con situaciones que se viven en universidades públicas españolas, en las que no se pueden expresar determinadas ideas y en las que voces conservadoras se ven violentadas en frecuentes escraches y tienen que acudir escoltadas por la Policía. El matonismo se ha abierto camino en centros controlados por la izquierda, que ha creado atmósferas tan partidarias que resultan asfixiantes. Son paradigmáticos los casos de algunos centros en Cataluña en los que los estudiantes constitucionalistas son acosados por el independentismo, el de la Facultad de Políticas de la Complutense, o los campus de las universidades públicas del País Vasco y Navarra, donde los proetarras campan a sus anchas.
El problema no es exclusivo de Harvard, donde se ha librado una gigantesca batalla judicial en la que los alumnos asiáticos norteamericanos denunciaban estar infrarrepresentados en las admisiones frente a negros o hispanos. En 2023, el Tribunal Supremo declaró inconstitucional primar en el acceso criterios de raza. En este caso, como en otros, las propias políticas DEI, pensadas con el noble fin de proteger a las minorías, terminaron creando miedo entre el profesorado y desigualdad entre los propios alumnos gracias a la sustitución del mérito por la identidad en una disparatada inversión que es necesario corregir.
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