Los 'afters' de Alfonso XIII: la mala noche madrileña a principios del siglo XX
El Rey y la nobleza se dejaban ver con mujeres ambivalentes y fuera de lo común como La Chelito, Raquel Meller o Consuelo Vello, la Fornarina

El Rey Alfonso XII era un hombre de carácter llano y desenfadado, bondadoso en su trato hacia el pueblo, que lo recibió con el mismo entusiasmo con el que había mandado a su madre al exilio. A nivel político su reinado trajo paz y estabilidad al país, pero no a la noche. Al Monarca le perdía la compañía de mujeres, oficiales y gente llana, de modo que no era difícil encontrarle, como a su abuelo Fernando VII, en tabernas y colmados lanzando risotadas y alguna palmada a sus compadres.
Rodeado de un corrillo volante de amigos, Alfonso no faltaba al teatro, la ópera, las jornadas de caza, el billar, las partidas de naipes nocturnas y cualquier diversión que la mala vida madrileña le brindara. Su Madrid literalmente no dormía: los teatros programaban sus últimas sesiones a la una de la madrugada, la mayoría de los cafés estaban abiertos las veinticuatro horas y se celebraban tertulias de madrugada, mientras que los bailes, ya fueran las mazurcas, la polca, «que vino de Polonia en ferrocarril», los pasodobles, las habaneras o los valses, se alargaban hasta que salía el sol o los danzantes se retiraban a los reservados.
Al Rey le gustaba lanzarse a esa oscuridad, embozado hasta los ojos en una amplia capa, a descubrir los encantos más populares. Ni una ni dos veces llegó Alfonso XII al Palacio Real cuando el alba clareaba, y no siempre con los reflejos en su sitio. Según narró el periodista Pedro de Répide, en una ocasión que pidió ayuda a un amable viandante o sereno, esto no quedó claro en esta anécdota, para que le indicara la dirección de su palacio. Frente al Arco de la Armería, el Rey se volvió hacia su salvador y le agradeció su servicio:
–Alfonso XII, aquí en palacio me tiene usted.
A lo que replicó el hombre, remarcando las jotas cuando quería señalar las eses, con sarcasmo:
–Pío IX, en el Vaticano, a su disposición.
Uno de los preceptores del Rey había ya alertado de que, desde muy joven, el heredero mostraba «un exceso de imaginación en cierto terreno», mientras otro de los encargados de su educación habló de «la vehemencia que tiene por los placeres que le agradaban». Y algo debía intuir su madre de estos impulsos cuando le aconsejó: «Hijo mío, no hagas locuras […] y no des gusto a los que no quieren tu casa, de romperte la crisma».
Para la fortuna de Alfonso, todo lo estrictos que fueron los prohombres de la nación al examinar la vida privada de Isabel II lo fueron de indulgentes con la de su hijo, que en escándalos sexuales no se amilanó, pero, al menos, se esforzó en separar el sexo de la política en la medida de lo posible. Que el Monarca no llevara a la alcoba a sus ministros o asistentes rebajó unos cuantos grados la temperatura de la Corte.
Un nuevo local
Se cuenta para diversión de quienes imaginan a Antonio Cánovas como una especie de viejo y venerable gruñón que, cada vez que despachaban, el malagueño sermoneaba al rey y le pedía que se dejara de frecuentar los pinares de Chamartín en malas compañías. Alfonso, siempre canalla, prometía contenerse: «Descuide usted, Don Antonio, que no volverá a ocurrir».
«En aquel salón de baile parecía que se daban cita los locos de todos los manicomios del mundo. Un ruido infernal de conversaciones en voz alta, de gritos estentóreos, de aullidos salvajes»
En cualquier caso, la prematura muerte del Monarca con 27 años dejó no solo a su segunda esposa viuda, sino también a la noche madrileña. Su único hijo varón, Alfonso XIII, se ofreció en cuando creció a ocupar su hueco. Con las hormonas de Alfonso en ebullición, apareció en Madrid un nuevo tipo de local, mezcla de café y de taberna, que metió más rombos a la noche castiza. Enrique Chicote, autor de 'Cuando Fernando VII gastaba paletó', describe estos cafés cantantes así:
«En aquel salón de baile parecía que se daban cita los locos de todos los manicomios del mundo. Un ruido infernal de conversaciones en voz alta, de gritos estentóreos, de aullidos salvajes. Una nube de humo de tabaco del peor, que asfixiaba y ennegrecía los pulmones; un perfume que no era oriental precisamente, puesto que era producido por gentes ahítas de alcohol y esencias baratas; un montón de carne humana que se empujaba, se pisaba, saltaba, corría; de todo menos bailar, dominaban los movimientos epilépticos, obscenos, efecto de borracheras no disimuladas».

En la parte más tumultuosa de estos locales se pecaba con gran publicidad, mientras que en los sótanos se hacía con disimulo y, tal vez por ello, de forma más primitiva. De hacer caso a los rumores en los sótanos de una de estas tabernas, la de los Gabrieles, descendían no solo gentes de baja estofa, sino también periodistas, artistas, aristócratas y el propio Alfonso XIII para participar en noches que duraban varias lunas y donde reinaba la promiscuidad. Hasta se cuenta que se hacían parodias eróticas toreando a mujeres desnudas.
A principios del siglo XX se levantó en la plaza del Carmen el Gran Kursaal, que era un frontón de día y una sala de variedades al estilo parisino de noche. Los madrileños más bohemios celebraron el salto de calidad de la mala vida con una sala que atrajo a artistas internacionales y dio cita a los más atrevidos espectáculos, entre ellos el cuplé, un estilo catalogado de pornográfico. El Rey y la nobleza se dejaban ver con estas mujeres ambivalentes y fuera de lo común como La Chelito, Raquel Meller o Consuelo Vello, la Fornarina.
Pero quizás la historia de amor más novelesca fue la protagonizada por Anita Delgado, bailarina de cuplé que se casó con un marajá de la India gracias, según dicen, a los ardides celestinos de Pío Baroja y Valle-Inclán. La maharaní («gran reina») de Kapurthala se codeó con literatos, con aristócratas de los que duermen con levita de seda y con grandes pintores de la época como Julio Romero de Torres o Sorolla, que la retrataron hechizada por las fragancias orientales.
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Por el Gran Kursaal se atravesó la excéntrica Mata Hari, bailarina de danzas eróticas, con fama, merecida, de mujer fatal, y un velo de misterio con el que se cubrió para ejercer de espía durante la Primera Guerra Mundial. Eso sí, la mayoría de las damas nocturnas del Rey entraban y salían con la misma presteza de la alcoba real. Gerard Noel, el biógrafo británico de la Reina Victoria Eugenia, recordaba que Alfonso hacía el amor «igual que devoraba una merienda: sin gusto ni gracia, fatalmente como un patán. Ninguna mujer sensata repetiría la experiencia, aunque todas gustaban de probarla una vez».
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