¿Despliegue militar europeo en Ucrania?
¿Se trataría de una fuerza de interposición?, ¿debe persuadir a Rusia a respetar el alto el fuego?
Casi desde el mismo momento en que el presidente Trump emprendió su campaña para poner fin a la guerra de Ucrania en los términos por él dictados, Francia y Gran Bretaña se vienen mostrando especialmente activos en lo que parece un intento de probar que ... la legalidad internacional a que estábamos acostumbrados sigue vigente, que Europa tiene capacidad efectiva de agencia autónoma en materia de seguridad, y que ellos son capaces de ejercer el liderazgo que Estados Unidos habría abandonado.
Como parte central de ese esfuerzo, ambos países han anunciado su intención de organizar y liderar una operación militar conformada por contribuciones procedentes de una coalición de naciones dispuestas a participar, que tendría un carácter disuasorio -en inglés: una reassurance force-, y que desplegaría después de haberse llegado a un alto el fuego entre Rusia y Ucrania.
Los socios europeos han acogido la iniciativa con entusiasmo diverso. Todos, hay que pensar, abrazan el principio general de respeto a la soberanía de los estados que justifica el apoyo moral y material a Kiev; pero no todos están dispuestos a llegar al mismo límite en su defensa; y algunos hasta consideran que, sin el respaldo norteamericano, la única alternativa realista pasa por invocar el pragmatismo y aceptar el plan de Washington, por repugnante que parezca.
Por si esto fuera poco, la propia indefinición del proyecto fomenta el escepticismo entre los potenciales contribuyentes. La primera duda que arroja atañe al objetivo que debería alcanzar esa fuerza: ¿se trataría de una fuerza de interposición? ¿debe persuadir a Rusia a respetar el alto el fuego? Realmente, no está claro lo que se pretende, como tampoco lo están ni la legitimidad que le daría cobertura, ni las misiones concretas que debería ejecutar para cumplir esa misión.
De la respuesta a estas incógnitas depende la definición de cuestiones centrales como la entidad, configuración, material, despliegue de las unidades, o prescripciones sobre el uso de la fuerza, para que sean coherentes con lo que se pida de ellas en el entorno real que encuentren sobre el terreno. Sin concreción en estas cuestiones, la misión puede fácilmente descarrilar, víctima de la inadecuación entre cometidos, capacidades, y posibilidades, con consecuencias graves que pueden ir desde el daño a la credibilidad de Europa como actor internacional hasta la fatal implicación de la fuerza en combates de alta intensidad para los que podría no estar adecuadamente equipada.
La cuestión de la legitimidad es también central. Evidentemente, después de la agresión rusa puede argumentarse que la intervención propuesta está legitimada como un ejercicio de autodefensa colectiva y para poner fin a la violencia; sin embargo, y dejando de lado el debate sobre la validez del principio, el respeto a la legalidad internacional aún comúnmente aceptada demanda que el Consejo de Seguridad de la ONU se pronuncie al respecto y emita una resolución en la que autoriza el despliegue de una fuerza militar para cumplir alguna de las misiones previstas en los capítulos «seis y medio» y siete -mantenimiento o imposición de la paz, respectivamente- de la Carta de las Naciones Unidas.
En el caso de mantenimiento de la paz, la condición previa para el despliegue es que se llegue a un acuerdo de paz aceptable por las dos partes, y que ambas consientan en la presencia de la fuerza. Pensar que Rusia, que invadió Ucrania para conjurar la posibilidad de que la OTAN extendiera su presencia al otro lado de sus fronteras va, sin más, a aceptar la presencia en el país vecino de fuerzas de esos mismos países, parece complicado. Suponiendo que Rusia, parte, pero también juez en el caso gracias a su asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, aceptara la presencia de tal fuerza, convendría no perder de vista, a efectos de dimensionarla y equiparla, que la experiencia muestra que el consentimiento puede ser revocado, o que puede no ser aceptado a nivel local, de modo que una situación de paz puede devenir, en poco tiempo, en una de hostilidad directa hacia el contingente que ejecuta la operación de paz.
En el caso de desplegar en una misión de imposición de la paz o, como parece ser el caso, como elemento disuasorio que garantice el alto el fuego, el consentimiento no es necesario a efectos de legitimidad, pero sí el acuerdo del Consejo de Seguridad -virtualmente imposible en este caso sin el voto afirmativo de Rusia. En ausencia de este consentimiento, la fuerza desplegada se convertiría en un beligerante a ojos de los actores que no consientan, que la verían como un objetivo militar. Si, en este caso, una unidad de un país de la OTAN recibiera un ataque deliberado de Rusia… ¿podría invocar ese país el Artículo 5 del Tratado de Washington? En ese caso… ¿qué podría pasar? ¿podría seguirse una escalada de final imprevisible?
Tan importante es, por último, dotar al despliegue de la credibilidad suficiente, lo que implica, por una parte, voluntad política en los participantes de sostener sin fisuras el despliegue el tiempo que sea necesario, incluso en el caso de que la situación cambie a peor y, por otra, la articulación de un contingente robusto, capaz de imponerse sobre las partes incluso en las circunstancias más adversas. Eso significa unidades acorazadas y mecanizadas en cantidad suficiente para la misión que se decidiera, apoyos de fuego, defensa antiaérea y antimisiles, comunicaciones e inteligencia capaces y fiables, un sistema sólido de mando y control, un apoyo logístico completo, y una reserva lo suficientemente potente como para responder adecuadamente ante cualquier contingencia. La pregunta es si los países de la coalición que tratan de armar Francia y Gran Bretaña serían capaces de cubrir estas necesidades de forma convincente sin contar con la colaboración de Estados Unidos. Teniendo en cuenta el estado actual de la defensa europea, la conclusión queda para el lector.
No son retos menores los que debe superar esta iniciativa. Si las cuestiones aquí expuestas, y otras de similar calado, como la de la definición de la situación final deseada para iniciar el redespliegue, no son clarificadas suficientemente, el proyecto estará abocado al fracaso, lo que dañaría, quizás irremediablemente, la ya maltrecha credibilidad europea o lo que, peor aún, podría desembocar en un gran fiasco tachonado de bajas evitables.
España, de momento, se mantiene al margen del proyecto, adoptando una actitud pasiva a la espera de una mayor definición. No es el propósito de este artículo pronunciarse sobre lo que nuestro país debe hacer al respecto. Decida o no participar, debe tomarse en serio las importantes carencias que largos años de sequía presupuestaria han provocado en la defensa nacional para rectificarlas en beneficio propio y de sus aliados y socios europeos, persuadida de que una actitud protagonista, activa y solidaria en la defensa colectiva es un refuerzo clave de la seguridad propia.
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