Pereira en su centenario
Llueve sobre los huertos hipotecados
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Las publicaciones del centenario de Antonio Pereira incluyen su poesía, eclipsada por los cuentos, con prólogo de Juan Carlos Mestre

La más que merecida consagración de Antonio Pereira, fabulador inigualable, como referente de la narrativa breve en nuestra lengua ha eclipsado injustamente su labor poética, tan amplia como dilatada en el tiempo, pues en el epílogo de 'Todos los poemas' el escritor berciano confiesa ... que con solo nueve o diez primaveras escribió estos salerosos versos: «Lagrimitas de mujer,/perlas de mi corazón,/que venís a entristecer/las delicias del amor», aunque no se estrenara en libro, tras foguearse en penosas flores naturales con madrigal a la reina de las fiestas, hasta casi sus cuarenta años, con 'El regreso' (1964), anterior en todo caso a su debut como cuentista con 'Una ventana en la carretera' (1966). De ahí que, al cabo, convencido de que «todo lo excesivo es insignificante», se sintiera «un poeta mal tratado» y considerase desafortunada la relegación de su poesía, por completo «huidiza a las clasificaciones», en feliz expresión de Ricardo Gullón, tranquila, equilibrada hasta en lo formal, pues aúna la métrica clásica, sobre todo el soneto, con la asonancia en el verso par («soy devoto del Romancero») y, progresivamente, el versículo, el versolibrismo e incluso la prosa poética.
A la citada entrega inicial seguirían 'Del monte y los caminos' (1966), con una oda al negocio familiar del ramo ferretero luego eléctrico y por cuyas veredas pululan, desde la fraternidad, las gentes humildes del lugar; la plaquette, en torno a una docena de poemas, 'Situaciones de ánimo' (1962-1972), ofrendada a Ramón Carnicer, otro grande de nuestras letras injustamente caído en el olvido; el 'Cancionero de Sagres' (1969), tributo al país vecino, bastante romanceado, escrito sobre el terreno, desde el promontorio del Algarve del título al Norte, pasando por la ciudad blanca y el Chiado pessoano, en el que se encomienda, entre otros, a Eça de Queiroz y a la gran dama del fado Amália Rodrigues, para acercarse a la saudade lusitana, a los melancólicos portugueses «silenciosos hasta los huesos»; 'Dibujo de figura' (1972), bajo la nostalgia de la infancia y del despertar de la adolescencia, entre «amores bravíos» y «mozas silvestres»; y 'Una tarde a las ocho' (1995), heterogéneo y breve, en el que bromea sobre su centenario («un alcalde de limpio/(puede que algún sobrino)/evocando mis versos/en estrofas constantes»), del que estamos a las puertas.
Pereira no abandonó nunca el arraigo ambivalente del verso de arranque del soneto liminar de 'El regreso': «Soy de una tierra fría, pero hermosa». Su visión del mundo oscila desde siempre entre la raigambre leonesa y el impulso cosmopolita, fruto de su condición de viajero impenitente, siempre de la ceca a la meca. Por ceñirnos a su libro primero, hay varios poemas que se sitúan en ciudades lejanas, una de Normandía, ante el monumento de los soldados caídos por la patria y otra inventada de Sudamérica, bajo la advocación de César Vallejo; o en dos localidades rayanas que celebran una fiesta en común. Igual que años después poetizara el barrio rojo de Ámsterdam, Estambul o Marrakech, como muestra de su «vida disipada».
Pero está ya omnipresente, junto a su mujer, «Úrsula ciudad», León, su Ítaca particular: el barrio, casi ejido de Cantamilanos, San Isidoro, la Plaza Mayor o la Colegiata de Santa María de su Villafranca natal, con su luz «burguesa y provinciana» en la que resuena lo «municipal y espeso» rubeniano. Los anchurosos paisajes de allende frente al fijo y último «río de soledad entre los chopos», desde la convicción, al cabo cumplida, de que «vivir podría, si se tercia,/no importa en qué distinto meridiano;/pero morir, morir, es más sencillo/en la tierra de siempre un día claro,/seguro el rito, la manera inmóvil,/y el nombre a dos columnas del diario». En un poema de 'El viento y los caminos' (1966) un campesino que labra todavía con un arado romano saluda a un avión de línea que cruza sobre sus campos todas las tardes. A este respecto, en sus divertidos y harto curiosos apuntamientos dispersos a modo de «diario o agenda o lo que sea», reunidos bajo el mismo título de su colaboración semanal en La Vanguardia, 'Oficio de mirar', reconoce que, pese a su afán errabundo, «esté donde esté regreso con el pensamiento a lo mío».
Una voluntad, no contradictoria, sino integradora, de lo propio y lo ajeno que se trasluce también en el cariz ecléctico de su poética, que bebe de muchos veneros. Basta, para demostrarlo, con acudir a un somero recuento de citas. Por caso, en su primer libro recurre de entrada a la «Epístola moral a Fabio» de Andrés Fernández de Andrada y, a seguido, en sus antípodas estilísticas, al mentado cholo Vallejo, mientras que la siguiente es de su adusto paisano, y colega, Leopoldo Panero («y allí quiero dormir en mi remanso/familiar, a dos metros de la nieve»), con quien tanto conversó, coñac por medio, sobre las musas. Y en los poemas finales de 'Viva voz' (2006) lo mismo dialoga con una estrofa de Eugénio de Andrade que dedica un poema anafórico, «Cautelas de la mirada», a modo de letanía, a un poeta también en portugués, pero diametralmente opuesto, el brasileño Ledo Ivo, a uno de cuyos versos, el preferido de Pereira, hemos acudido para encabezar esta recesión. Al tiempo, homenajea con un romance heroico a su mentor coterráneo Victoriano Crémer o entona una canción de peregrinos con Amancio Prada. Y en sus andanzas y correrías literarias igual alternó con Jorge Luis Borges que con Aquilino Duque, con Jorge Guillén que con Eugenio Montes, con Luis Rosales que con Emmanuel Roblès…

De su poética, abiertamente desacralizada, se ha destacado la narratividad, a veces como dudosa tara por su convencionalismo y apoyo en lo coloquial («amigo Rafael, me estás riñendo/de prosaísmo, como si lo viera», en un envío a Rafael Morales), la sobriedad de sesgo ético, la ironía (un «arma oblicua, pero muy temida por el poder»), nunca sarcástica, con frecuencia saludablemente aplicada a sí mismo, y, en consecuencia, una sinceridad a veces brutal, que preserva la inocencia de la niñez en la mirada sobre el mundo.
En el enfervorizado, tan vehemente como conmovedor prólogo para esta edición de Siruela, su discípulo poético dilecto Juan Carlos Mestre, de quien trazara una semblanza inolvidable, en sus apuntes sueltos, a partir de la rebeldía juvenil del autor de 'La poesía ha caído en desgracia', por entonces un rapaz imberbe con la luz de sus ojos entre «cándidos y acusadores», subraya ese aire inconfundible, entre melancólico y burlón, del «encantamiento» de la voz de Pereira, y cuatro rasgos esenciales de su poética: «identidad y magnetismo de los lares, préstamos de la oralidad, cultura de lo simbólico y mentalidad de lo colectivo». Con su verbo encendido, arrimándolo a su propio quehacer poético, dictamina que «acaso no otro fuese el persuasivo empeño del Pereira lírico: ver y transformar, abrir las vainas de la noche para sementar de estrellas los predios sirvientes del olvido», para resumir su poesía entera como «una afirmación de eternidad ante los pequeños asuntos de la condición humana elevados a categoría moral de la conducta».
Antonio Pereira
Todos los poemas

- Prólogo de Juan Carlos Mestre Ediciones Siruela
Decíamos al principio que la justa fama de sus cuentos ha obrado en buena medida en detrimento de su poesía, afirmación que convendría matizar toda vez que Pereira siempre consideró que ambos géneros gozaban de la misma naturaleza, basada fundamentalmente en tres características en común entre su verso y su prosa: «economía verbal, renuncia a los meandros y digresiones, poder de sugerencia de las palabras». Y tanto es así que en su última entrega poética decidió incluir tres microrrelatos publicados previamente en una recopilación de narraciones cortas. Mestre avecina relatos y poemas, al considerarlos «colindantes» y habla de un «sutil sistema de vasos comunicantes» entre ellos. En el prólogo de la reciente edición de su cuentística completa, el amigo de ambos Antonio Gamoneda zanja la cuestión de forma tajante: «tú, esencialmente, eres poeta, y, precisamente porque eres poeta, escribes una prodigiosa narrativa breve».
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