TERRA IGNoTA / búnkeres de Guernsey
El último reducto de Hitler
Todavía hoy en esta isla del Canal de la la Mancha son visibles las enormes moles de hormigón edificadas en la II Guerra Mundial

Adolf Hitler se jactó de que la isla de Guernsey, ocupada por los alemanes en 1940, era el lugar más fortificado del planeta. No era una exageración porque el Reich obligó a miles de prisioneros de guerra a construir decenas de búnkeres en este enclave ... cercano a Normandía, situado en el Canal de la Mancha.
Fue a mediados de 1941 cuando el Führer encargó a Fritz Todt, ministro de Armamento, la construcción de un muro defensivo en el Atlántico, cuya primera línea estaría en las Islas del Canal. Guernsey, de 65 kilómetros cuadrados de extensión, estaba bajo soberanía británica, pero cayó en manos de la Wehrmacht sin resistencia. El Gobierno de Su Majestad consideró que era indefendible y no disparó ni un solo tiro para impedir el desembarco alemán. Hitler consideraba que su control era crucial tanto para la guerra naval contra los británicos como para espiar a sus enemigos con sistemas de interceptación de las comunicaciones. Todavía permanecen en pie las torres de observación y escucha construidas en las playas del Canal.
Guernsey permaneció bajo ocupación alemana hasta el final de la II Guerra Mundial y después de la caída de Francia, ya que Churchill renunció a sacrificar hombres para conquistar unas islas que carecían de valor estratégico, una vez materializado en desembarco de Normandía en junio de 1944. «Que se mueran de hambre, que se pudran», afirmó. Literalmente, eso es lo que sucedió: el último año de la guerra mató a cientos de alemanes y nativos de hambre, dado que Guernsey permaneció aislada.
Las decenas de búnkeres de Guernsey exigieron un ingente esfuerzo de mano de obra esclava y de medios materiales. La mayoría de ellos podían albergar a un pelotón de hasta 20 soldados, con electricidad, agua corriente y comunicaciones. Se construyeron varios kilómetros de túneles subterráneos que unían las instalaciones. Puesto que los soldados tenían que permanecer meses sin ser relevados, disponían de todo lo necesario para subsistir.
Han pasado 80 años desde el final de la Segunda Guerra Mundial y los búnkeres de Guernsey siguen intactos. La mayoría están abiertos a los visitantes, aunque algunos han sido vendidos y rehabilitados como viviendas. Es el caso del número 68, hoy reconvertido en una casa de enormes cristaleras y una espléndida terraza desde la que se divisa el mar.
Merece la pena hacer la travesía en el ferry que une Normandía con Guernsey, de poco más de una hora de duración, para observar esos vestigios de la arqueología militar que jalonan el litoral. Enormes moles de cemento, algunas de tres pisos de altura, parecen monumentos paleolíticos. Algunos han visto la semejanza con gigantescas ballenas varadas en sus costas.
Una inmobiliaria subastó en 2017 el búnker situado en Torteval, que contaba con sistemas de purificación de aire, agua caliente, teléfonos y salas de estar y dormitorios. Ya no quedaba el mobiliario de los ocupantes, pero se podía ver una inscripción en una blanca pared que rezaba: «Achtung Feind hört mit!» (¡Cuidado, el enemigo escucha!).
La construcción de los búnkeres requirió millones de metros cúbicos de hormigón y cemento y el trabajo de miles de prisioneros de guerra. Había campos de internamiento de la mano de obra, que trabajaba en condiciones infrahumanas. Muchos murieron a causa de la mala alimentación y el sobreesfuerzo.
No es posible visitar Guernsey sin sentir estremecimiento por el sufrimiento que ocasionaron unas edificaciones que finalmente se revelaron inútiles para evitar la invasión aliada. La isla, pesquera y agrícola, tardó décadas en recuperar la normalidad. Para los nacidos después de 1945, lo que sucedió allí es una experiencia transmitida por sus padres, que podría haber sido una pesadilla si no fuera por el testimonio de esos búnkeres que siguen allí.
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