Desde la orilla
Sobrevivir a un meteorito
«Ya nadie piensa en el asteroide 2024 YR4, como nadie piensa en el cambio climático cuando llueve en Madrid»
Quizás, solo quizás

Ya nadie piensa en el asteroide 2024 YR4, como nadie piensa en el cambio climático cuando llueve en Madrid. Hace un par de meses, la NASA calculó que había una probabilidad del 3,1% de que este cuerpo (es un decir) de sesenta metros de ... diámetro chocara contra la Tierra, causando un estrago considerable: era un récord histórico, otro signo de un apocalipsis no tan lejano. No he podido comprobar si en febrero subió la demanda de búnkeres por el meteorito o fue por la última predicción de Carlos Jesús, al que habría que ir haciéndole sitio en la Caja de las Letras del Cervantes; tampoco hay datos de cómo esto ha afectado a la intención de voto, pero en algún lugar habrá alguien calculándolo, con la esperanza de que en medio de la revolución de la inteligencia artificial los políticos entren en razón y se entreguen al último reducto de lo humano: la astrología, que es la suma de lo peor de la poesía y de la ciencia. En fin, a mí lo que me dio miedo de todo este asunto fue que había una fecha exacta para el impacto del asteroide: el 22 de diciembre de 2032. Hay formas más agradables de pensar en los cuarenta años.
La edad propia se percibe mejor en el resto: en tu hermana pequeña, por ejemplo. O echando cálculos absurdos, como que los bebés que nazcan este año llegarán más allá del 2100. ¿No da vértigo, el siglo XXII? Hay días en los que el tiempo se espesa y todo parece una señal de decrepitud. Abrí 'El gran Gatsby' para celebrar su centenario y acabé tropezándome con el cumpleaños de Nick Carraway. «Tengo treinta años. He rebasado en cinco años la edad de mentirme a mí mismo y llamarle a eso honor», se lamenta. Como ha escrito Rodrigo Fresán, en la gran novela de los felices veinte todos tienen treinta años. Es tremendo. «¿Qué vamos a hacer esta tarde? ¿Y mañana, y en los próximos treinta años?», pregunta Daisy Buchanan. Es una angustia que recorre el libro como una gripe. No creo que nadie lo haya dicho con más elegancia que Fitzgerald: «Mientras atravesábamos el puente en penumbra su cara se apoyó pálida y perezosa en la hombrera de mi chaqueta y la presión tranquilizadora de su mano fue calmando el formidable golpe de los treinta años». Así se sobrevive a un meteorito.
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