SEVILLA ARREMANGADA

Astilleros, los Bermejales, los padres de alumnos, las Letanías, los taxistas... a la vuelta del verano se apelotonan los disturbios para festejar la pericia del alcalde Sánchez. Prestemos atención sin embargo a otros menudos sucesos, otras manifestaciones de hartazgo que brotan en Sevilla, también arranques de rabia y dignidad pero sin marasmos ni griterío. Hace poco hemos visto dos ejemplos. Unas vecinas de Rochelambert limpiaron escoba en mano un erial abandonado para reclamar que vuelva a ser un parque, y pocos días después la Plataforma Ciudadana de los Parques anunció un zafarrancho en los jardines del Cristina. Estas acciones, aparentemente humildes y alicortas, a largo plazo pueden resultar más fructíferas que las embestidas en el Ayuntamiento y las injurias contra el alcalde. De nada sirve arrollar a los bedeles y colarse en el pleno si luego los impulsos se adormilan. Todo volverá a su costumbre, sea gestión calamitosa, sea negligencia, o vaya usted a saber. Los vecinos seguirán comentando que el pavimento está hecho cisco, o que han vuelto a robar en la tienda de la esquina, o que nadie limpia las aceras, o que se está cayendo a pedazos la casa de Aníbal González, para rematar con la frase funesta: «No se puede hacer nada».

Pero sí que se puede hacer algo, y además mucho. En uno de sus libros de viajes, Robert Kaplan cuenta que bastantes americanos cuando se jubilan llenan su tiempo desempeñando tareas en beneficio del barrio: salvar una arboleda, restaurar un edificio venerable, promover una biblioteca, limpiar una zona insalubre, crear una guardería... ¿Cómo puede un ciudadano de a pie conseguir tales mejoras? Un animoso matrimonio de jubilados explica que el proceso requiere dirigirse a los despachos adecuados y molestar a la gente hasta el aburrimiento. Aquí en Sevilla tenemos el ejemplo ilustre de Antonio Fernández Pérez, que al frente de una asociación de vecinos sólo ha hecho por Sevilla cosas buenas. Algo que no pueden decir precisamente muchos ocupantes del Ayuntamiento.

La primera tarea urgente en Sevilla es el balance y arqueo, hacer las cuentas de la ciudad. La primera cuadrilla de jubilados que necesitamos es una peña de buenos economistas que trinchen la carcasa del Ayuntamiento y nos vayan contando dónde va el dinero de los sevillanos, cómo lo administra ese cuartel general de la chapuza para acabar teniendo Sevilla como la tiene. Pueden empezar con la cohorte de asesores del alcalde. Estamos intrigadísimos con los famosos 106 asesores. Soledad Becerril tenía sólo 25 y la ciudad estaba mucho mejor. Hoy son 106, un verdadero tropel de sabiduría que ni el gran Federico II de Suabia instaló en su mítico reino de Sicilia. ¿Cuáles son las áreas que dominan esos 106 asesores? ¿A qué objetivos consagran su sapiencia? Los ciudadanos que se apresten a esclarecerlo deben recordar que el gasto en asesores ha aumentado un 80% desde 1999. Cualquiera pensaría que Fibes está ampliado y reluciente, que la ciudad de la justicia marcha viento en popa, que el acuario genera un boyante negocio turístico, que las calles del centro están pulcras y aseadas como Montecarlo, los robos nocturnos a los comercios escasean tanto que casi son noticia de portada como en los años 70, y apenas hay un callejón colapsado por obras.

Pero la situación es la que conocemos. No hay que llegar al extremo que algunos proponen, coger a los concejales y amarrarlos a un poste de la plaza de San Francisco, embadurnados en alquitrán. Pero sí vigilarlos de cerca, pedirles continuamente explicaciones y levantarlos de la siesta. Como suele decirse, morderles el calcañar, que para eso ganan dinero a mantas.

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