TRIBUNA ABIERTA
Un café y unas palabras sevillanas
Hay palabras que conozco pero que yo no digo, son las mismas que los niños de la casa no heredarán ya de mi boca. Tendemos a estandarizarnos

He cerrado la puerta de casa más tarde de lo que pretendía. Bajo las escaleras cargada de libros mientras oigo el metálico ruido de fondo de unas obras cercanas. Salgo a la calle. Entre andamios, los albañiles se ponen de acuerdo a voces: que no, ... que sí, espérate, espeeeeeeera y no vayas tan ligero que antes de pasar el cable habrá que abrir la regola. Y allí están, iniciando mi día, un par de palabras que, sin folclorismo ni exaltación del noniná, son muy sevillanas aunque pasen desapercibidas. No está en el diccionario académico, pero es palabra viva, la regola, la que llaman roza fuera de Sevilla, el vocablo para el canal que, empotrado en la pared, conduce tubos y cables. No está muy lejos de la rigola, nombre del conducto de riego entre los dominicanos. Cae en mi bolso de vocabulario también ese ligero que en otros lugares significa liviano y que en algunas partes de Andalucía significa rápido. Me echo encima la palabra: ando ligera, sigo de camino, dejo la casa atrás. Me vienen a la cabeza esas otras voces que he ido adquiriendo por las distintas cuadrillas que en mi familia, tendente al gusto por las reformas, hemos conocido. La plomada que sirve para comprobar si la pared está derecha es el plomo de provincias andaluzas más orientales; el palaústre de Sevilla y Cádiz difiere en una vocal del palustre de Jaén o Almería. Son distintas vocales para un mismo instrumento con que amasar la mezcla de arena, cemento y agua que hoy, día frío, hace del tajo un lugar duro.
Hay trasiego en el barrio. A estas horas circulan pocos turistas pero los viernes en San Lorenzo son días de ajetreo tempranero; mucha gente acude a la Basílica del Gran Poder. Miro con alegría a esos grupos de señoras mayores que, a su ritmo, vienen en dirección contraria a la mía, caminando desde la Alameda hasta la plaza de San Lorenzo. El viernes es el día mejor de la semana para muchas de ellas; alguna anuncia el plan de desayuno: «¡Ahora, unos calentitos!» y me pregunto dónde fue, en qué esquina en Sevilla vi por última vez un lugar rotulado como calentería.
Hay palabras que conozco pero que yo no digo, son las mismas que los niños de la casa no heredarán ya de mi boca. Tendemos a estandarizarnos. Nunca dije «calentitos» sino «churros», aunque entiendo la palabra y la escuché en mi familia. Hablo español y en medio de esta lengua que comparto con tantos millones de hablantes, mis localismos son los propios de alguien de por aquí: a veces muy sevillanos, otras veces occidentales, otras veces también americanos. Son palabras diferenciales que no obstaculizan el entendimiento con hablantes de otras latitudes, pero son palabras de Sevilla, como cada zona tiene las suyas, aunque no le sean exclusivas. No soy más rica lingüísticamente ni más pobre por usarlas.
Llego a la Facultad y abro la puerta del aula con discreción. Como imaginaba, llego tarde a esa conferencia que me interesa. Afortunadamente, se han perdido unos minutos iniciales con la instalación de la pantalla, por eso me da tiempo a lograr un hueco en la última fila, sentarme con todo el apuro y saludar a mi compañero de asiento, un profesor de la Facultad de Geografía e Historia que también ha entrado tarde y que, socarrón, me suelta: «Por lo menos, hemos entrado en la gandinga». Con el sonido de fondo de la educadísima presentación que de rigor se está haciendo al conferenciante, logro asfixiar la carcajada. No sabía yo que en noviembre iba a escuchar esta palabra, tan sevillana, tan vieja, tan moribunda como gandinga.
La jerarquía interna de la centuria Macarena cuando desfila por Sevilla marca que los que encabezan son el capitán y el teniente y que, al otro extremo, al final de la escolta emplumada, van los novatos: la gandinga. Hay que tener mucha caradura y mucha libertad para haber metido esa palabra en el vocabulario de la Centuria. La gandinga era, en la Sevilla de antes, la casquería, eran los despojos de las reses, usados para guisos que dignificaban las sobras de una carne que se sentía residual y de peor calidad. La propia palabra gandinga alude en español al mineral menudo y lavado, y en el Caribe, tan hermanado con Andalucía occidental, el guiso de asaduras de cerdo se llama gandinga.
Hemos entrado en la gandinga, sí. Saco la libreta y preparo la pluma para tomar notas. Ha pasado menos de una hora desde que salí de casa pero llego con el café tomado y vestida con unas pocas palabras sevillanas. Me dispongo a escuchar la conferencia. No solo se aprenden cosas dentro de las aulas.
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