TRIBUNA ABIERTA
Palabra en el tiempo
¿No disponemos de tiempo o realmente no tenemos voluntad? Estamos tan lejos del ayer, recuerda Omar Khayam, como la caravana que partió hace siete mil años

Cervantes, que vivió hasta los sesenta y ocho años, dio a la imprenta la segunda parte del Quijote cuando frisaba los sesenta y siete, es decir, en el tiempo de descuento. La primera parte se había publicado diez años antes, en 1605, cuando ya pasaba ... de los cincuenta y siete. En un siglo en el que la esperanza de vida no llegaba a los cuarenta, esta longevidad, sin ser una rareza (Góngora y Quevedo superaron con mucho de los sesenta, Lope alcanzó los setenta y dos y Calderón llegó a los ochenta y uno), no era tampoco moneda común, menos aún en quien había padecido una vida tan desventurada y pródiga en lances inciertos, como la Batalla de Lepanto o el cautiverio en Argel. Apenas tres días antes de morir, «puesto ya el pie en el estribo», dictaría el prólogo al 'Persiles', que aparecería póstumamente publicado en 1617 en la imprenta de Juan de la Cuesta, la misma en la que habían aparecido las dos partes del 'Quijote' y las 'Novelas Ejemplares' en 1613, frutos todos prodigiosos de una espléndida madurez si no senectud.
En sus comentarios a Garcilaso, Fernando de Herrera nos informa de la muerte del poeta toledano a los treinta y cuatro años, los mismos con los que Gustavo Adolfo Bécquer, también poeta en Toledo entre laureles y gorriones, abandonó este mundo de sombras en 1870. Muertos en plena juventud, ambos, el castellano y el sevillano, cambiaron el curso del río del idioma, que va dar a la mar que es el morir, a pesar de haber vivido justo la mitad de años que el Príncipe de los Ingenios. Si Cervantes, que no había logrado triunfar con la poesía o el teatro en sus años mozos, sirvió el prodigioso mosto de su creación mucho después de haber cruzado la mitad del camino de la vida, Bécquer y Garcilaso apuraron la copa hasta la hez en un plazo que, según los patrones actuales, aproximadamente coincide con la edad de emancipación de los jóvenes. Vivos hoy, aún podrían contender por un accésit del premio Adonáis, con escasas posibilidades de éxito, claro, porque en esto España sigue siendo idéntica a sí misma.
Y es inevitable la pregunta, ¿qué obras hubieran podido componer de haber dispuesto de más vida? Sabemos que Lorca, asesinado con treinta y ocho años, meditaba sobre un poema épico, «Adán»; sin embargo, José María Hinojosa, fusilado frente a la tapia del cementerio de Málaga, con apenas treinta y uno y la flor de Californía entre los labios, había abandonado la poesía. No lo podemos saber.
Si Cervantes reverdeció en su senectud muchos poetas murieron en la vida: Rimbaud en los desiertos de Etiopía o Hölderlin en la niebla de la locura, ebanista en su torre de Tubinga que aún se refleja sobre el Neckar, pues no en vano había escrito que lo que permanece lo fundan los poetas. Otros, como Keats, apenas dejaron escrito su nombre en el agua tras escuchar al ruiseñor cantar en la copa de un árbol mecida por un viento cósmico o fueron devorados, como Shelley, por un mar titánico de gigantes olas que se rompían bramando. Muchos fueron marcados por un rayo de sangre y partieron en dos la historia de los pueblos, Pushkin vertiendo su sangre sobre el níveo manto de Rusia a los treinta y cinco y una bandada de palabras que vuelan de su pecho hacia los labios de Tolstoi y Dostoievski. ¿Por qué los elegidos mueren jóvenes?
Vuelve otra vez la eterna pregunta sobre la relatividad del tiempo y su fáustica fugacidad. Luis Alberto de Cuenca, abrumado por las viscosas e infinitas horas del insomnio, se dice en un poema que «la vida dura demasiado poco y no da tiempo a hacer nada». ¿De dónde sacaron el tiempo estos titanes que murieron jóvenes? No vale, me temo, alegar que ellos no tenían pantallas porque pantallas las ha habido siempre y nunca han faltado distracciones a los espíritus impuros.
En su libro de conversaciones con Bruno Monsaingeon la compositora Nadia Boulanger («la música personificada», según Paul Valéry, mentora de Stravinski y maestra de los más grandes compositores e intérpretes del siglo XX) explicaba cómo muchos jóvenes músicos se quejaban de la falta de tiempo y cómo ella, airada, les respondía: «¡Mozart, Schubert, ellos sí que no tuvieron tiempo!» Ella sabía bien de lo que hablaba, su hermana, Lili Boulanger, llamada a ser la primera compositora de Francia, había encontrado la muerte a los veinticinco años una mañana de primavera. ¡Ella sí que ya no tenía tiempo!
Porque acaso la pregunta es otra, ¿no disponemos de tiempo o realmente no tenemos voluntad? Estamos tan lejos del ayer, recuerda Omar Khayam, como la caravana que partió hace siete mil años. Pero hay un hilo de oro que enhebra el más recóndito pasado y el más tembloroso presente, un invisible anillo que sujeta los humanos anhelos a la finitud de la vida que no puede estar hecha solo para la muerte. Un ámbito donde resuena la machadiana palabra en el tiempo y se escuchan los versos de los poetas que murieron jóvenes. ¿Poesía? ¿Verdad? ¿Belleza? No lo podemos saber, pero ved ahí la eternidad.
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