tribuna abierta
El diálogo que necesitamos
Ha calado un concepto del diálogo que nada tiene que ver con la búsqueda de la verdad, sino con la competición retórica

El filósofo alemán Habermas proponía una ética deliberativa como base de la democracia. Dicha ética se basa en la idea de que todas las personas tienen capacidad de discernimiento y pueden llegar, a través del debate, a tomar las mejores decisiones para el interés general. ... Pero para que ese debate sea efectivo y sirva ciertamente a ese fin, se deben dar unas ciertas condiciones.
La primera es que todos lleguen al debate en pie de igualdad, es decir, que ninguna opinión valga más que otra por razón del estatus de quien la emite. Relacionado con esto mismo, hay que garantizar que todas las opiniones sean efectivamente libres y no coaccionadas; supuesto que no se cumple en el caso de que ciertos individuos puedan ejercer la coacción sobre otros o puedan hacer valer, en la esfera política, la posición de de dominio que mantengan en la esfera económica. En tercer lugar, es necesario que todos los participantes en la discusión partan de lo que Habermas llamaba una forma de pensar «en sentido amplio». Lo que significa que vayan al debate con la idea de defender lo mejor para el interés general y no para sus propios intereses. En cuarto lugar, la aproximación a la discusión debe ser desprejuiciada y, por tanto, abierta al cambio. Dicho de otra forma, los que participan tienen que estar dispuestos a moverse con respecto a la posición inicial que tenían planteada. Y finalmente, en quinto lugar, ese cambio en la opinión debe producirse por razones de carácter intelectual. Quien debate tiene que estar dispuesto a modificar su punto de vista, pero no por ceder posiciones a cambio de otras. No, ese tipo de cambio de postura Habermas la asocia a la transacción o negociación comercial, pero no a la esencia deliberativa. Quien en la esfera política se deja convencer, debe hacerlo porque un argumento se muestra intelectualmente superior al suyo.
Esta concepción del debate, tan alejada realmente de las características de la discusión política, más similar a lo que sería del intercambio mercantil, puede parecer muy utópica y, quizás lo sea, pero nos marca un ideal del concepto de diálogo que considero muy necesario, no solo para la esfera pública, sino también para la esfera privada. Ideal tanto más necesario cuanto que vivimos en una sociedad muy polarizada, en la que las posiciones son cada vez más enconadas y enfrentadas, a la vez que más inamovibles, y en la que la defensa de esas posiciones no se basa ni en argumentos intelectuales ni en convicciones morales profundas orientadas al objetivo de «lo mejor para el mayor número de personas», sino en motivos egoístas y privados. En otras palabras, pienso lo que pienso porque me conviene, y de ahí no me mueve nadie.
Recientemente, asistí a uno de esos encuentros que organiza la Archidiócesis de Sevilla a través de la Delegación de Apostolado Seglar sobre algunos temas centrales del cristianismo con gran trascendencia social. Y el tema que se afrontó fue precisamente ese del diálogo en una sociedad cada vez más polarizada. Dejando aparte la cuestión de los algoritmos, y cómo estos están siendo utilizados para enfrentarnos y radicalizarnos, mi opinión es que ha calado un concepto del diálogo que nada tiene que ver con la búsqueda de la verdad, sino con la competición retórica. Son dos nociones profundamente enfrentadas: la primera, de raigambre platónica, tiene su mejor expresión en los diálogos socráticos, en los que el debate es el camino para progresar en el conocimiento y acercarse a la opinión más solida y mejor fundamentada; la segunda es el diálogo sofista, en el que la verdad no importa, pues es relativa, y lo único que importa es la habilidad para derrotar al oponente dialéctico.
Esta segunda noción es la que se está imponiendo. Hasta tal punto que cuando en la Universidad y en los centros educativos se enseña a debatir, a lo que se enseña es a competir debatiendo. Y pienso que nos perdemos mucho con ese enfoque. Perdemos mucho la idea de conversación como modo de aprendizaje. Sócrates alumbraba a sus discípulos dialogando con ellos, a través del intercambio de opiniones, mostrándoles que quizás no habían madurado suficientemente sus puntos de vista. Los discípulos aprendían con él, pero también Sócrates aprendía con sus discípulos. Unas opiniones rebatían a las anteriores y entre todos iban progresando y asumiendo nuevas ideas que mejoraban a las anteriores pero no de forma definitiva porque quedaban expuestas a posteriores refutaciones.
Los diálogos platónicos nunca quedaban cerrados del todo, y el lector que se sumerja en ellos acabará, de hecho, con la sensación de que en cierto modo parecen inconclusos. No es sólo una sensación. Es exactamente así, pues Sócrates no pretendía que del diálogo surgiera la última palabra, en el sentido de definitiva, sino una última palabra muy superior a las primeras, aunque no definitiva. Qué diferente esta concepción del debate de las conversaciones que mantenemos hoy, aun de las privadas, en los que los «no» y los «sí» son definitivos desde primera hora, y «me da igual lo que digas que no vas a convencerme». La soberbia es incompatible con la conversación genuina, que exige escucha y deseo de aprender. Montaigne llevaba razón: el debate lo gana quien aprende de él.
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