Salud
Enfermedades raras en Córdoba: «La pediatra me dice que con el tiempo sabré yo más que ella»
Las enfermedades raras afectan a unas 45.000 familias, que muchas veces pasan años a la espera de un diagnóstico y tienen que hacer frente a tratamientos costosos
El Hospital Reina Sofía de Córdoba, a la cabeza en España para investigar enfermedades raras de niños
Familias con enfermedades raras en Córdoba: vivir día a día sin saber cuándo llegará el tratamiento

Raquel Montejo ha vivido la crianza de su hija con la tensión de tener que proteger algo que podía ser frágil. Todo ha salido bien y ha conseguido que su dolencia, una de las llamadas enfermedades raras, no le deje secuelas irreversibles, pero ha sido gracias al esfuerzo de no haber bajado la guardia en los muchos cuidados que necesita.
Cuando le hicieron la prueba del talón, el cribado dio que Yulia padecía aciduria glutárica tipo 1, una enfermedad metabólica de origen genético. «Dos personas, sus padres, le hemos transmitido la falta de una enzima», explica. Para Yulia hay dos aminoácidos esenciales que provocan que suba el ácido glutárico hasta unos niveles anormalmente altos, y esto puede llegar a dañar al cerebro.
Las enfermedades raras lo son de forma individual, porque su prevalencia es muy baja y por lo tanto no es fácil el tratamiento y muchos médicos no la conocen bien, pero en conjunto cada vez son más frecuentes: en Córdoba afectan a unas 45.000 familias, entre el 6 y el 7 por ciento de la población, según los datos de la Junta de Andalucía.
El 80 por ciento de los casos, como el de Yulia, es de origen genético. Son las grandes cifras, porque una enfermedad rara por definición tiene que ser la que afecta a menos de cinco personas por cada 10.000 habitantes. Eso hace difícil el tratamiento, porque no siempre hay laboratorios que hayan encontrado los fármacos adecuados (y son muchas pruebas), pero también el diagnóstico. Son entre 7.000 y 8.000, de todas las áreas médicas posibles.
Continúa hablando Raquel Montejo del caso de su hija Yulia: «Hay muchos niños a los que eso les ha provocado una parálisis cerebral». En el caso de la niña no ha sucedido porque sus padres se aplicaron desde el primer momento, con el diagnóstico encima de la mesa, a luchar contra la enfermedad.
Los padres de Yulia viajan con información sobre su enfermedad por si debe verla un médico que no conoce el caso
La lucha era a través de la dieta, que tenía que ser muy baja en proteínas. Yulia no puede comer carne ni pescado y sólo ahora ha empezado con cantidades muy bajas, quince gramos, de atún y salmón. Hay que tener mucho cuidado con las proteínas y la mayor parte de la dieta son frutas y verduras, para evitar que se descompense a nivel neuronal.
A sus diez años, Yulia es una niña feliz e inteligente que desde pequeña comprende que no puede comer lo mismo que los demás. No ha tenido ningún problema para asumirlo y ahora no tiene la necesidad de probar aquello que sabe que le puede hacer daño.
«Se trata de que las analíticas le salgan como a cualquier otro niño», dice Raquel Montejo. Habla del trabajo de los pediatras y médicos de la sanidad pública como fundamental para la evolución de la salud de Yulia.

Con todo, su vida no es fácil. La comida de la niña deben comprarla en una empresa granadina que fabrica productos dietéticos, y que se llama Sanavi. Son alimentos aproteicos, sin proteínas, que cuestan el doble o el triple. Los primeros años fueron de mucha delicadeza, porque cualquier enfermedad común, como un resfriado o un problema estomacal, necesita atención urgente, para evitar una descompensación.
La aciduria glutárica tipo 1 tiene una prevalencia de un caso por cada 40.000 o 50.000 personas. Es muy baja y cuando Yulia viaja con su familia sus padres tienen que llevar documentación, por si en el lugar al que llegan los médicos no la conocen bien, que es lo más normal. «La pediatra me decía que con el tiempo yo sabría más que ella sobre la enfermedad, y cuando aparezcan más niños con ese problema les puede dar mi teléfono para que les ayude», afirma.
Asociaciones como la Red de Padres y Madres Solidarios (ReMPS) o Más Visibles luchan para pedir más investigación y atención más personalizada a las personas afectadas por estas dolencias y a las familias que tienen que ayudarles. Las hay también especializadas, como la que ayuda a Yulia.
Consultas
Para Gema Castell, la pesadilla que comenzó cuando su hijo empezó a dar síntomas de su enfermedad no ha terminado todavía. Su enfermedad es tan rara que todavía no se ha diagnosticado. Casi desde que nació, en las primeras consultas del médico en el programa Niño Sano, vieron que «no tenía una respuesta normal a los estímulos básicos».
Desde entonces se sucedieron los diagnósticos, que nunca llegaron a la raíz de la enfermedad. Primero, una hipotonía, un problema en el tono muscular. Tras un año le dieron el alta y no vieron más que un retraso madurativo sin importancia. A los 19 meses seguía sin caminar, pero mientras en la sanidad pública no le dieron mucha importancia, los padres buscaron consejo en centros privados.
Con fisioterapia en centros privados empezó a caminar, pero sin demasiada estabilidad, y ahí empezaron a notar más problemas: si el niño echaba a correr no respondía a las llamadas de sus padres, no les miraba a la cara. El siguiente diagnóstico fue de Trastorno de Déficit de Atención por Hiperactividad (TDAH). Ya tenía seis años e iban sobre todo a centros privados, pero no conseguían que lo derivaran a Salud Mental, porque pensaban que todavía era pequeño. Lo logró a los seis años.
Su vida no era fácil. Había quejas del colegio y los médicos buscaban un tratamiento que hiciera frente a las conductas disruptivas. «Llegó a tomar hasta ocho, y ninguna le hacía efecto. Al revés, lo empeoraba», resume su madre. Continuaban las pruebas, siempre lo llevaron a terapia y cambiaron el tratamiento para un cuadro distinto: conducta desafiante oposicionista por impulsividad. Eso se añadía al TDAH. A partir de ahí tenía que llegar una nueva gama de fármacos, que se orientaban al problema de conducta.
Los problemas se multiplicaban, porque también apareció Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) y el Síndrome de Gilles de la Tourette, que se caracteriza por una serie de movimientos o sonidos indeseados que la persona que los padece no lo puede controlar. «Dicen que es trastorno del neuro-desarrollo, y que a medida que se hace mayor, van apareciendo más complicaciones».
Ahora, con once años, tiene una discapacidad del 33 por ciento, y su madre es la cuidadora que necesita como persona dependiente, lo que además supone una gran limitación laboral para ella. «Todas las tardes las dedico a él, pero también tengo que ir a veces al colegio», relata.
Gema Castell ha visto cómo a su hijo se le trata contra varios trastornos, pero no ha conseguido un diagnóstico definitivo
El chico acude a un colegio concertado, que ayuda, pero no tiene todos los recursos necesarios. Está en modalidad B, con apoyos y adaptaciones. «Necesita una tutora sumbra, una persona que esté con él en todo momento», cuenta la madre
Echa en falta «más apoyo de las instituciones y más fuerzo, pero pero también más control a nivel médico. En la sanidad nos dicen que tienen poco personal para tantos casos». Lo mismo en el colegio, donde necesita una integración especial. Mientras batallan, Gema Castell tiene sobre todo la esperanza de tener algún día un diagnóstico que le revele el origen de todos los problemas de su hijo con la esperanza de un tratamiento que ayude
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